Agendas Feministas Del Mundo Y Consenso Social 

La presente década ha atestiguado la profundización de un movimiento global que viene reclamando, al menos desde hace un par de siglos, la «igualdad» entre mujeres y hombres. Hoy en día esta defensa parecería común, ya que dicha «simetría» es un valor que está adquiriendo, no sin resistencias, mayor fuerza en la formación de las nuevas generaciones.

Hasta el siglo XIX la idea era bastante distinta. Digno de una película de ciencia ficción o de una «distopía» a los ojos idealistas, el papel de la mujer estaba subordinado al hombre y confinado a la realización de labores domésticas. Su participación política estaba tan restringida que carecía de acceso al voto o a deliberar en espacios públicos, de manera abierta y tolerada, sobre temáticas de índole política. «¿Qué puede saber de política una mujer?». Era una interrogante que se hacían los hombres hasta no hace mucho y un enunciado que se expresaba con más recurrencia de lo que se escucha hoy. Visto con los principios cada vez más influyentes de la igualdad sustantiva, el trato a la mujer era inadmisible, aunque para esos contextos, dicha subordinación se apreciaba como normal y no había demasiado interés público por emanciparla.

En el siglo XVIII comenzó a reflexionarse, con atrevimiento y seriedad, el rol de la mujer. Una de las narrativas pioneras fue la planteada por Mary Wollstonecraft en su obra «Vindicación de los derechos de la mujer». Entre sus ideas, disruptivas para la época, destacaban sus críticas a esa visión fuertemente compartida de que las mujeres debían estar excluidas de la esfera educativa. Wollstonecraft aludía a la contribución que la mujer denotaba como principal formadora dentro del núcleo familiar, añadiendo que en la medida que ese impacto se replicaba y multiplicaba en el conjunto de una nación era justo el reconocimiento de nuevos derechos. Algunas décadas más tarde, en 1848, se dio a conocer en los Estados Unidos de América la «Declaración de Sentimientos de Seneca Falls», obra en la que un grupo de asociaciones dotaba a la mujer de derechos políticos, sociales, civiles y religiosos. No obstante, no sería ni en Europa ni en América donde se materializaría la aspiración del sufragio femenino sin restricciones.

Nueva Zelanda sería, en 1883, la primera nación en reconocer y hacer efectivo el sufragio de la mujer a nivel nacional, dotando a las mujeres con el carácter de «ciudadanas». Casi medio siglo después, México se sumaría a esta ola inclusiva de los derechos de las mujeres, al constitucionalizar, en octubre de 1953, que «son ciudadanos de la República los varones y las mujeres que, teniendo la calidad de mexicanos, reúnan, además, los siguientes requisitos: haber cumplido 18 años, siendo casados, o 21 si no lo son, y tener un modo honesto de vivir». La ciudadanía daba, entonces, derecho a votar y ser elegida.

Las exigencias de las mujeres han ido cambiando con el tiempo, y si bien múltiples y diversas por los contextos, situaciones y problemáticas, hoy guardan en común la erradicación de cualquier forma de violencia y discriminación. Actualmente se ha conseguido una igualdad legal, pero la mayoría de las voces argumentan que esto no ha trastocado las condiciones sistémicas reales (principalmente, económica y laborales) pensadas o favorables para los hombres.

En un esfuerzo de clasificación, el curso de esta lucha por las mujeres podría identificarse en tres etapas: el reconocimiento de sus derechos; su aplicación efectiva y la progresiva implantación de una verdadera cultura de «transversalización de género». Esta última etapa implicaría un cambio social, y uno de sus desafíos estaría relacionado con el hecho de que amplias esferas, en casi todos los países del mundo, no conocen ni aceptan las leyes o las nuevas relaciones sociales que reposicionan a la mujer en el contexto público. Un argumento radical, pero consistente, atribuye a un «proceso de deconstrucción» (tanto en hombres como en mujeres) la posibilidad de ese cambio social generacional.

En México persisten prácticas socialmente avaladas en donde una mujer puede ser retenida por un hombre con propósitos de apropiación y concepción. Subsiste el comercio de mujeres en muchas regiones, así como la cultura de que los padres ofrecen o entregan a su hija en casamiento, sin que medie, por parte de ella, su opinión o parecer. En círculos de alto nivel, en urbes metropolitanas y cosmopolitas, la discriminación masculina hacia la mujer continúa expresándose, abierta o veladamente, por cuestiones de inferioridad intelectual o incapacidad para que ellas desarrollen determinadas actividades bajo el argumento de que el matrimonio y la maternidad son obstáculos insalvables. Si bien se han realizado esfuerzos por reducir las brechas salariales, prevalece la discrecionalidad económica a partir del criterio de género. Finalmente, las aulas universitarias tampoco se han salvado de la propagación de esta forma de pensamiento. Por decir lo menos, los «glorificadores» de la época dorada de la antigua Grecia como referente democrático omiten que la participación política era exclusivamente un asunto de hombres libres y con propiedades.

Nosotros coincidimos con la importancia de un cambio social, pero centramos nuestra atención en la modalidad y dirección de ese cambio. Aun cuando estamos de acuerdo con los diversos diagnósticos de la situación y de que es imperativo modificar patrones, conductas, mentalidades y leyes, hay puntos de disenso que resultarán temporalmente infranqueables y que no podrán impedir la radicalización de posturas en este universo de micromovimientos. A ello se añade que, por definición, el cambio social conllevará tiempo para desdoblarse, y la exigencia de inmediatez por parte de algunos colectivos será una variable a considerar, inclusive, por quienes respaldan los argumentos centrales del movimiento feminista o las nuevas masculinidades. ¿En qué condiciones puede concretarse un cambio social en el corto plazo? ¿Qué medidas podrían favorecer la «deconstrucción» (entendida como la crítica y eliminación) de formaciones tradicionales en un proceso inmediato?

Si bien uno de los detonantes de este universo de movimientos es y sigue siendo la violencia contra las mujeres (solución que bajo ninguna circunstancia debe ser aplazada), la demanda de atención pronta a «enfoques radicales» que se formulan en determinadas agendas feministas se topará con frenos o decisiones posibles en el largo plazo. Aunque los gobiernos diseñan políticas y fundan instituciones para responder a dichas agendas, los reclamos que perfilan cambios más profundos y estructurales corren el riesgo de ser contenidos. Y es probable que ante esta negativa algunos colectivos continúen justificando la ruta hostil.

No desconocemos que la «vía violenta» ha sido una variable que históricamente ha incidido en la precipitación de cambios sociales. Pero en sociedades plurales, con sistemas constitucionales que garantizan las libertades y los derechos civiles e instituciones provenientes de diseños democráticos, estas acciones parecen no ser, a los ojos de la mayoría que conforma el acuerdo social, una aliada legítima o aprobada. Esto es así porque dichos procedimientos, como formas de manifestación y solución, probablemente no son consentidos por una gran mayoría de las expresiones feministas.

Con todo, consideramos que la fuerza de estas agendas resultarán en sí mismas insuficientes para insertarse en los asuntos de gobierno. Lo anterior, aun cuando hayamos presenciado que las expresiones públicas del pasado 8 de marzo, con sus debidas proporciones, reprodujeron ese clima vibrante y de unidad que caracterizaron a las protestas de finales de los sesenta o a las que se han opuesto a la intervención de los países en conflictos bélicos. Los movimientos han resultado ser más efectivos en conseguir sus objetivos entre más presión ejerzan, más extensión territorial abarquen y más recursos articulen; pero consideramos que por sí solos no podrán provocar un cambio social a menos que intervenga el consentimiento de una mayoría de la opinión pública, de las autoridades, de los liderazgos colectivos y, se quiera o no, de los representantes políticos, aquellos institucionalmente autorizados para la aprobación de reformas legales.

Si bien algunos politólogos han hecho del «vaticinio» un «método de análisis» y en cuya pericia suelen naufragar, pensamos, no como recomendación a las expresiones feministas, sino como un ejercicio de análisis en torno a probabilidades de éxito, que prosperarán los puntos de las agendas que se acompañen de un amplio consenso social, a través de un proceso gradual aunque continuo, y preservando la creencia mayoritaria de que valentía no es sinónimo de violencia. Estamos en contra, por supuesto, con razón o no, del vandalismo y de los argumentos que juzgan o valoran a los individuos desde una perspectiva de identidad de grupo.   

24 May 2022
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