La Educación Emocional en la Familia de los Infantes

En la etapa de maduración humana vivimos constantemente expuestos a nuevas relaciones sociales, que permiten la contribución de otras personas a nuestro crecimiento propio. Con el transcurso del tiempo, le vamos cediendo un significado a la interacción que efectuamos con quienes nos rodean, entregándole un vínculo diferente a aquellos que son parte de la historia personal de cada uno. Debido a estas experiencias con otros es que resulta fundamental pensar en aquellos adultos que son partícipes de la construcción de las experiencias personales de los niños/as, pues de su intervención dependerán bastantes rasgos emocionales y psicológicos de estos. En esta fase primaria de la vida, la presencia de los adultos es esencial para el crecimiento del infante, ya que este último posee total dependencia de una figura de protección, en especial de sus padres y familiares más cercanos. Sin embargo, ¿estamos los adultos preparados y aptos para lograr ser una contribución al crecimiento emocional de los niños?, ¿poseemos la maduración humana concreta que se requiere para formar y educar? y, en especial, ¿cuentan los padres con aquellas condiciones que son indispensables para llevar a cabo una tarea exitosa en relación a la educación emocional de los niños?

Sea cual sea la edad que tenga el infante, este requiere de la presencia de un adulto que lo acompañe y que cumpla con sus necesidades, dependiendo de la etapa de crecimiento por la que esté atravesando. A medida que el ser humano crece, va adoptando distintas capacidades para enfrentarse a la sociedad y a sus temores propios, por lo que resulta indispensable que el adulto a cargo (ya sea padre, hermano, maestro, etc.) vaya incrementando progresivamente sus cualidades. La mayor labor del adulto como educador emocional es la de crear ambientes emocionalmente seguros (AES) para el infante, ya que el contexto que rodea la formación personal es decisivo para el resultado futuro que se pretende obtener con la enseñanza ejercida sobre un niño.

Al hablar de los ambientes emocionalmente seguros (AES), se está haciendo alusión a todas aquellas cualidades de protección que el adulto le debe entregar al infante, cumpliendo con una serie de requerimientos afectivos que este va presentando a lo largo de su etapa de maduración. En este ambiente, el niño debe sentirse aceptado, amado, respetado, valorado y escuchado. Ante todas estas exigencias, nuevamente se pone en duda la capacidad que poseen todos los padres y adultos de poder actuar como educadores emocionales de los niños, pues en la práctica no resulta ser una labor sencilla. Se debe considerar que cualquier error en la formación afectiva del infante, le podría ocasionar severos problemas en la construcción de su personalidad. Está confirmado que los niños que crecen en ambientes emocionalmente inseguros, experimentan una constante y perturbadora ansiedad. A medida que van creciendo, estos niños buscarán la forma de protegerse y, según su edad y nivel de resiliencia, transformarán la ansiedad en negativismo y desórdenes conductuales. Es por ello que, tal como señala la autora Amanda Céspedes (2008): “Los ambientes emocionalmente seguros (AES) constituyen no solo la base del equilibrio emocional; son también la fuerza generativa del intelecto y de la creatividad del ser humano, y deberían constituir el primer y más importante derecho fundamental del niño” . Por tal razón, cada adulto que participe en la educación emocional de un infante, debe colaborar responsablemente.

No cabe duda de que los padres y adultos presentes en la maduración personal de un niño, deben contar con ciertas cualidades, de tal modo que sean capaces de fomentar el crecimiento afectivo de este. Un requisito esencial es el de poseer un equilibrio psicológico y una armonía emocional que permita al adulto ser un aporte. Lamentablemente, este escenario es utópico, ya que las diversas exigencias sociales que se encuentran en el diario vivir, provocan la existencia de adultos estresados de forma crónica, que no cuentan con todas las herramientas necesarias para constituirse como el formador emocional de otro ser humano. Estas mismas demandas sociales han provocado que los adultos que siempre habían cumplido el rol de educador, hoy estén ejecutando otras labores, desplazando la preponderancia de la crianza del infante. Si en tiempos pasados la madre se encargaba la mayor parte del tiempo de ser la creadora de los ambientes emocionalmente seguros (AES) de su hijo, hoy es la fuerza laboral y el sustento de su hogar, por lo que su figura es reemplazada por otro adulto que se haga cargo de la educación afectiva del infante. Con lo mencionado, se logra evidenciar que el contexto social ha sido, en gran parte, el causante de la presencia de ambientes emocionalmente inseguros y de niños que padecen ansiedad y que replegan sus emociones. Por supuesto que estas falencias en la construcción de su seguridad personal, tendrán un efecto en la etapa adulta.

Ante este nuevo sistema social que obliga a los padres a salir de su hogar, se deja espacio a que otros adultos o medios se involucren en la formación afectiva del niño. Aquí es donde entran en juego los “educadores virtuales”, que en la última década han adquirido preponderancia en la vida de los infantes. Estos educadores llegan a través de los medios de comunicación y entretenimiento, alcanzando mayores influencias en los niños, que la que podría ser entregada por sus padres. La realidad actual resulta alarmante, pues los medios virtuales no cumplen mayormente con una labor educativa, ya que introducen errores garrafales a la formación emocional del niño. Además, se olvida la sutiliza psicológica y el acompañamiento que sólo un ser humano puede brindar. Como resultado, el infante guarda sus emociones y sentimientos, pues no tiene una figura con quien expresar lo que experimenta.

De igual modo, la presencia de los “educadores virtuales” estimula la incapacidad del niño de afrontar adecuadamente los conflictos que amenazan su estabilidad. En los grupos sociales se logran observar dos grandes maneras de afrontar los problemas: la confrontación antagónica y la colaboración. Este último es el más recomendado, debido a que busca el sustento del bien común, pero es el que menos se lleva a cabo. No obstante, sin importar la manera de afrontar las dificultades, la autora recomienda: “Los adultos debemos ser capaces de enseñar a los niños que los conflictos son parte natural de las interacciones sociales, que afrontar adecuadamente un conflicto exige desarrollar virtudes muy valiosas y deseables”. Tal vez, lo más importante por sobre ello, es enseñarles que afrontar un conflicto nos entrega aprendizajes y beneficios al crecimiento personal y social.

Posiblemente, el medio más apto para entregar confianza a un niño al enfrentarse a un obstáculo, sea la comunicación afectiva. La mayoría de las familias defiende las estrategias de comunicación como la mayor herramienta de acercamiento al infante. Sin embargo, esta comunicación afectiva es propensa a tener quiebres, ya que se encuentra expuesta a una serie de incapacidades que los hablantes pueden presentar al momento de requerirse un diálogo o conversación. En la comunicación afectiva el adulto debe ser capaz de escuchar al niño de forma activa, debe acoger y respetar sus emociones sin subestimarlas o considerarlas exageradas, como también necesita ofrecer al infante la ayuda que este solicita. Es sumamente relevante considerar la importancia que tiene la comunicación para los niños, ya que estos necesitan atención y respeto a sus conflictos. A lo señalado, la autora Amanda Céspedes (2008) añade: “La negligencia en comunicarse afectivamente con un niño que espera ser escuchado y confortado por un adulto significativo es el arma más mortífera a la hora de destruir su autoestima”. La autoestima de un niño resulta ser trascendental para la confianza que este poseerá en su adultez.

En conclusión, todo lo expuesto empuja a realizar un llamado de atención a los medios de comunicación y entretención, al igual que a la sociedad en su conjunto. Hemos sido parte de la construcción de una realidad en la que las emociones parecieran no importar, cediéndole mayor relevancia a los bienes materiales a los que uno puede acceder gracias al arduo esfuerzo que cada ciudadano realiza durante toda su vida. Ante tal escenario, la educación afectiva de los niños queda relegada totalmente, pues nos aferramos al pensamiento de creer que lo más relevante es suplir sus necesidades físicas y biológicas. De forma lamentable, el sistema económico obliga a los padres a abandonar su rol como el mayor educador emocional de su hijo, reduciendo al mínimo las instancias en las que la familia se puede reunir y construir un ambiente emocionalmente seguro (AES) para él. Por lo tanto, se requiere de un cambio estructural profundo y de la responsabilidad que cada adulto posee con la formación afectiva de los niños.  

07 July 2022
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