Reflexiones Sobre La Teoría Política De Thomas Hobbes

¿Cómo afrontar la elevada figura de Thomas Hobbes, aquella que, algunos consideran propia de un maestro, y otros abominan por haber ayudado a justificar la tiranía y el poder más absolutista? ¿Cuál era su verdadera intención al imaginar y describir un estado presocial belicoso y salvaje, en el que los hombres convierten la vida en un espectáculo despreciable y esperpéntico? ¿Por qué puso tanto empeño en convencernos de que el poder soberano, es bueno por definición, y de que nuestra obligación es obedecer al gran Leviatán, por encima de todas las cosas?

Tal vez resulte chocante que las claves que dan respuestas a estas preguntas sean la búsqueda de la paz y el mantenimiento del orden social. No en vano el objetivo principal de la filosofía política de Hobbes fue intentar convencer a los súbditos de las ventajas que tenía obedecer al soberano, y así evitar la guerra civil que se avecinaba en Inglaterra. Además, si nos atrevemos aquí a nombrarlo como campeón de la paz no es por su valentía, sino por todo lo contrario, la mayoría de los actos que emprendió a lo largo de su vida partieron de un rasgo mucho más común, el miedo. De hecho, este mismo sentimiento se establecerá como piedra angular de su ciencia política, sobre la que erige toda una sofisticada teoría de la autoridad suprema.

El miedo como fundamento del poder es un arma de doble filo: por un lado, garantiza el orden interno y el apoyo de los ciudadanos; por otro, limita las libertades de estos últimos y, en casos extremos, puede convertir la política en un régimen del terror. ¿Cuántas veces se confrontan las libertades individuales y la seguridad nacional? En momentos convulsos, por ejemplo, es cuando más se transgreden las primeras bajo el pretexto de la segunda. Pero no solo entonces ocurre esto, desgraciadamente, de la investigación a la persecución hay solo un paso. Y muchos actos cuyo único fin es la opresión, se disfrazan de herramientas imprescindibles para garantizar la protección. Las amenazas también pueden ser funcionales para el poder y, en determinadas ocasiones, se crean (y hasta se apoyan) enemigos que ayudan a justificar políticas públicas de otra forma inconcebibles. Pero, ¿Quién vigila a los que nos vigilan? Casos como (PENDIENTE), por ejemplo, ponen de relieve la necesidad de que el poder tenga instancias independientes que lo controlen. En este sentido, el Estado moderno lo es en cuanto está limitado por otros contrapoderes, el que defiende Hobbes, no lo es en absoluto.

La principal objeción práctica que se le puede hacer al pensamiento político de Hobbes tiene que ver con: ¿Hasta qué punto debemos renunciar a nuestros derechos para poder vivir en paz? ¿Cuál es el verdadero precio de la paz? La respuesta de Hobbes no es directa, se fundamenta en que debemos decantarnos en la disyuntiva entre una y otra. Claramente, en lugar de explorar el valor de la paz y la libertad, prefiere concentrarse en la pasión aversiva que, según su concepción de la naturaleza humana, caracteriza al ser humano. En consecuencia, encontramos el temor instintivo, que nos lleva al estado natural en el que la libertad es peligrosa y desigual.

Para Hobbes, la respuesta a la pregunta sobre el precio de la paz es la libertad. Este precio no le parece demasiado elevado frente a los costos que suponen la guerra y la muerte. Y, paradójicamente, pagar con libertad es la única forma de disfrutar de ella, ya que no es posible alcanzar un nivel máximo sin que ello degenere en anarquía, crimen y muerte. Pero merece la pena preguntarnos qué sentido tiene la una sin la otra: la libertad sin seguridad y la seguridad sin libertad.

En primer lugar, ¿De qué nos sirve ser libres si no nos sentimos seguros? Antes de contestar debemos preguntarnos si es realmente necesario un poder absoluto para garantizar que nos sintamos así. Aquí es donde se puede apreciar más claramente la debilidad del argumento hobbesiano, la falacia del mismo reside en vincular libertad y seguridad. Además, con las reglas de Hobbes, solo se puede evitar el calvario mediante una autoridad fuerte, indivisible y no cuestionada. Entonces se sigue, aunque erróneamente, que sin un régimen absolutista no es posible vivir de forma segura ni alcanzar los beneficios de la vida en sociedad. ¿Acaso no es posible pensar en un régimen que garantice amplias libertades y que al mismo tiempo asegure la paz y el orden internos? Es cierto que el monopolio de la violencia es uno de los fundamentos del Estado moderno, pero ello no es obstáculo para que no deba someterse a una constante supervisión y control. En realidad, en términos políticos, es demasiado problemático que el soberano quede fuera de toda consideración de la justicia.

En segundo lugar, ¿De qué sirve la seguridad si solo nos ofrece una paz de esclavos? En países con un alto grado de inseguridad o en estado de guerra, es muy probable que los ciudadanos estén dispuestos a sacrificar mucha de su libertad individual para sentirse protegidos. Pero si la situación excepcional ha desaparecido y el estado de emergencia se mantiene, nos encontramos ante un poder usurpador que coarta los derechos individuales mediante el fraude de la protección. La que podemos llamar paz de esclavos no permite en realidad que progrese la economía, pues esta autoridad incontrolada se apropiará de sus beneficios, y que los individuos disfruten de su supuesta seguridad, ya que el miedo será alentado constantemente para justificar medidas tan drásticas como permanentes. Hobbes repite hasta la saciedad que el poder debe ser indiviso, la autoridad suprema y el soberano absoluto, si se quiere cumplir eficazmente la labor de proteger a la ciudadanía.

En una línea crítica afín, Locke advierte de lo irracional que es delegar poderes tan ilimitados en un soberano. Si el soberano está tan determinado por sus pasiones como cada uno de nosotros, si el espíritu de la bestia no es en nada especial, ¿no será preferible un régimen político que no nos haga depender de los caprichos y temores de un déspota que continúa en el estado de naturaleza? ¿Quién limita, entonces, las ambiciones del que está por encima del bien y del mal? ¿Acaso este hombre ya no es un lobo para el resto de los hombres? ¿Qué fuerzas le van a frenar en su apropiación de nuestras libertades mediante su imparable actividad legislativa? Si este es el precio de la seguridad, según nuestro filósofo, ¿Estaremos realmente dispuestos a pagarlo? ¿Alguno firmaría un contrato con semejantes cláusulas?

Además, Hobbes concibe a la ciudadanía como un agente pasivo, cuya actividad es prácticamente apolítica, o solamente política en el preciso y único instante de consentir el pacto social. De este modo, solo reserva deberes para los súbditos, mientras que sus menguados derechos dependen de la acción de un solo soberano. Como defensor del orden, limita el papel del ciudadano en exceso, hasta el punto de que la acción individual apenas tiene efecto de relevancia sobre el funcionamiento del sistema. El ciudadano es un agente pasivo cuya función es formar parte de un todo que no controla. Es un súbdito obediente que se deja mandar por una autoridad suprema.

No obstante, que formemos parte del gran Leviatán no quiere decir ni que comulguemos con todas sus actuaciones, ni que debamos abstenernos de intentar cambiarlo desde su interior, ni que lo legitimemos con nuestra simple participación en la vida social, ni que, en un caso extremo, no tengamos la libertad de abandonarlo. Sin embargo, Hobbes no está dispuesto a aceptar la desobediencia, ya que la considera una de las causas peligrosas que originan la guerra civil. Además, tampoco deja lugar en su política para la acción colectiva; el suyo es un universo de individuos atomizados, solitarios, que no pueden esperar ninguna colaboración desinteresada de sus semejantes. Suerte que, en esto, también se equivocaba. No fue consciente de la capacidad modeladora de los movimientos sociales. Estas fuerzas de resistencia y oposición son las que se ocupan de poner freno a las ansias totalizadoras y de perpetuación de los gobernantes.

A pesar de todo, Thomas Hobbes fue uno de los grandes filósofos de la modernidad. Pionero del individualismo y contribuyó notablemente a la escuela del realismo político. Desarrolló de principio a fin todo un riguroso sistema filosófico. Su esfuerzo, por grande y meticuloso, tiene un valor intrínseco, si bien algunas de sus conclusiones y fundamentos, como se ha querido dejar constancia, son discutibles. Sin embargo, han sido más las contribuciones que han transcendido. Su teoría del contrato social fue pionera y sirvió de base para las de Locke y Rousseau. Y lo más importante: creyó haber dado con la explicación del surgimiento del Estado mediante un proceso deductivo que partía de su concepción de la naturaleza humana. Y esta es una aportación de primera magnitud, que todavía hoy en día perdura. Después de Hobbes, ya no es posible pensar una filosofía política que no sea a la vez antropológica y en la que el concepto de poder, y su funcionamiento, no ocupen un lugar preeminente.

12 May 2021
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