Violencia Machista, Masculinidades y Cambio Masculino

Llamaremos violencia machista específicamente a las formas de violencia ejercida por varones que se encuentran basadas en estereotipos de género y el desbalance de poder que socialmente se confiere a lo masculino (encarnado especialmente en cuerpos leídos como masculinos), en desmedro de lo femenino (encarnado especialmente en cuerpos leídos como femeninos).

Para empezar, debemos considerar que más que seres humanos en abstracto, somos seres humanos con género: Hombres y mujeres generizados. Así, todas y todos somos diferenciados a partir de nuestras características sexuales, incluso desde antes de nacer. A partir de dichas diferencias sexuales se nos asignan diferentes funciones, actividades, comportamientos e incluso sentimientos y formas de pensar en el sistema de sexo-género. Precisamente por la existencia de dicho sistema de permanente aprendizaje social es que decimos que todas estas diferencias de género son construidas socialmente y no obedecen a la biología de las personas.

El proceso de formación de lo que llamaremos “la identidad masculina” en abstracto, tiene un camino de construcción generalmente guiado por la negación de lo femenino. Como señala Badinter: “… tradicionalmente, la masculinidad acostumbra definirse evitando alguna cosa… ser hombre significa no ser femenino, no ser homosexual; no ser dócil, dependiente o sumiso; no ser afeminado en el aspecto físico o por los gestos; no mantener relaciones sexuales o demasiado íntimas con otros hombres; y, finalmente, no ser impotente con las mujeres…”. En el origen de esta larga cadena de negaciones, sin embargo, la primera relación afectiva en la que hombres y mujeres se involucran es la relación con la madre. La posición pasiva de esta relación de parte de lo(a)s hijo(a)s es muy marcada en los seres humanos. Es en esta etapa de la vida psíquica que se construyen las primeras identificaciones. En dicha etapa el(la) hijo(a) es uno con el cuerpo de la madre. Así durante el proceso de independización de la subjetividad, en cierto sentido “…la primera obligación para un hombre es la de no ser una mujer…”

Esto significaría que, para los varones no sólo es necesario demostrar, al crecer, que ya no se es uno con la madre; esto implicaría demostrar que no se es una mujer. En dicho proceso entrará luego en juego una tercera figura: el padre. 

En el camino a esta renuncia de lo que podríamos llamar una suerte de “protofeminidad” asociada a la pasividad y dependencia de la primera infancia de los niños, la voz del padre es un sonido privilegiado de guía. Es a través del padre (o sustituto, incluso cultural) que los niños aprenden los atributos necesarios para pertenecer al grupo de hombres. Sin embargo, esta renuncia de lo femenino implicará necesariamente una pérdida, relacionada al abandono de todo lo asociado a las relaciones cercanas de afecto. Entiéndase por ello las relaciones de cuidado, atención, servicio, etc. Actividades justamente necesarias para la reproducción de la vida y tradicionalmente asociadas a las mujeres en el núcleo de la división sexual del trabajo. 

Por otra parte, este proceso de pérdida y renuncia puede verse también como una suerte de “inversión”; pues a partir de ella, se obtienen una serie de “beneficios” que podemos llamar más apropiadamente privilegios. Pero esa renuncia implica una enorme represión del mundo de sus afectos y sentimientos pues estos no desaparecen, si no que se forma una vigilancia represiva inconsciente que impide su libre expresión. Una suerte de policía 24/7 de las emociones desde las etapas más tempranas de la niñez. 

Dicho proceso es permanentemente reforzado por los mensajes sociales que permanentemente hacen saber a los niños varones que tener miedo, pena, vergüenza y expresarlos públicamente implican el riesgo de perder masculinidad, de perder identidad. Y entonces, los varones aprenden que la masculinidad se puede perder.

Durante la adolescencia, etapa clave para la formación de la identidad masculina, se produce una fuerte necesidad de afirmación de la identidad. Esto se evidencia en la importancia que los adolescentes varones atribuyen a la masculinidad plena de los compañeros, a diferencia de las mujeres. En esta etapa aparecen una serie de mandatos relacionados a la necesidad de demostrar que se es un hombre en relación al logro de los atributos socialmente hegemónicos de la masculinidad. En esta etapa el sistema de sexo-género demanda que la masculinidad sea actuada bajo los criterios hegemónicos de dureza, violencia, sexualidad irrefrenable, etc. En esta etapa es que se aprende que la masculinidad debe ser permanentemente escenificada, so pena de pérdida.

Así, se refuerza la competitividad constantemente. Se compite por demostrar quién es más hombre en los términos del sistema. O sea: quién tiene más parejas, quién pelea mejor, quién es más capaz de dominar a más hombres, quién tiene el pene más grande, etc. En esta etapa, probablemente más que ninguna otra, el que no logra alcanzar los atributos de la masculinidad, no sería un hombre verdadero. Y quien no es un hombre verdadero, entonces es un homosexual, o una mujer4.

En la relación con las mujeres, la masculinidad necesita ser actuada también para ser afirmada, especialmente en el terreno erótico/sexual. En este sentido, las mujeres fuera de la familia pasaran a tener el papel de “dadoras” de masculinidad en la medida que reconozcan al varón como una pareja (a largo plazo o momentánea) potencial. Esta posición otorgaría a las mujeres un poder clave en el sistema de género pues estas podrían otorgar o negar masculinidad a los varones. 

Sin embargo, es importante remarcar que precisamente por el mismo sistema de sexo-género en el que lo asociado a lo masculino adquiere un mayor valor que lo femenino, dicho papel y dicho poder son generalmente ignorados. Por ello, desde el mandado social masculino de sexualidad irrefrenable, la negación de una mujer a tener acercamientos sexuales/eróticos con un varón no cabe como posibilidad dentro del sistema de interrelaciones concebido como “natural”. En este caso primaría el acceso al cuerpo de las mujeres por la vía de la violencia como un camino percibido como “justo” desde la aprendida superioridad masculina.

En resumen, el entorno social genera y refuerza mediante un claro sistema de castigos y premios aquellos comportamientos que se entienden como tradicionalmente masculinos. En este contexto, la agresividad por ejemplo sería uno de los principales marcadores de la masculinidad. La capacidad de ejercer poder sobre otros sujetos (especialmente aquellos leídos socialmente como femeninos) sería uno de los principales marcadores de la masculinidad y el proceso de aprendizaje de la misma es un proceso largo, tedioso y pleno de negación, miedos y vergüenzas. Los varones aprenden a ser violentos con violencia. Y en el centro de la violencia machista, vive la masculinidad hegemónica.

27 April 2022
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