Los Matrimonios Arreglados y la Pragmática de Sanción de 1776

Tradicionalmente, se entiende como matrimonio aquella unión –religiosa o civil– mediante la cual dos personas deciden compartir el resto de su vida. Angela Harmon (2016) dice lo siguiente: “Marriage is a legally binding and recognized union of two (or more) individuals who have pledged to spend their lives together”. Una definición similar es la que da S. Socolow (1990) cuando dice: “el matrimonio es un medio por el cual dos individuos se comprometen en una unión socialmente reconocida, en tanto que institución mediante la cual se forman las familias legítimas”.

Sigue diciendo Socolow: “Las personas tienden a casarse con alguien que -según su criterio, y el de la sociedad sea socialmente como ellas, si no del mismo sector socio-económico, de uno contiguo. Pero siempre existen importantes excepciones a esta norma, ya que, a pesar de todos los obstáculos formales, siempre se encontrará individuos que no respeten las convenciones sociales, impulsados por razones tan personales como la atracción sexual, la amistad, o el deseo de seguridad o protección.”

Por tanto, ¿en qué circunstancia se daría un matrimonio desigual? Partiendo de las definiciones dadas, un matrimonio desigual sería aquél que no se da entre dos individuos del mismo socio-económico. O bien, aquél que no se da entre dos individuos que pueda compartir el resto de su vida. Tal como se ha visto en El sí de las niñas, el matrimonio que pretende formarse refleja claramente estas dos contradicciones; si bien es cierto que la posición social de los futuros esposos no dista estratosféricamente la una de la otra, es la posición económica la que subyace bajo la idea del matrimonio desigual.

Ahora bien, esta es una definición primeriza y quizá desacertada, que puede depender de sociedad, clase o tiempo. ¿Quién podía decidir que un matrimonio era apto para llevarse a cabo? En el contexto que no atañe, el siglo XVIII, dice Socolow: “hasta fines del siglo XVIII, la regulación del matrimonio dependió enteramente de la jurisdicción eclesiástica. Fue la Iglesia, basándose en la ley canónica, quien decidía si una determinada pareja podía unirse en matrimonio, siendo las cortes eclesiásticas libres de tomar decisiones con independencia de una supervisión civil directa y, la mayoría de las veces, libres de apelaciones a las cortes civiles.” (Ibid.)

Es decir, todo lo referente al matrimonio era competencia de la iglesia. Y al parecer, la polémica con los matrimonios entre jóvenes venía de lejos, pues según Jiménez, F. C. y Vázquez, J. M. en su artículo Miradas sobre el matrimonio en la España del último tercio del siglo XVIII presente en Cuadernos de Historia Moderna (2007), ya en el Concilio de Trento tuvieron que regularse los matrimonios, prohibiéndose los matrimonios clandestinos y haciendo necesaria la figura del religioso.

Socolow añade que era la iglesia quien, en el púlpito, apoyaba la decisión de los novios, muchas veces detallando que se hacía en contra del deseo de sus padres.

Entonces, ¿qué tuvo que cambiar para que los jóvenes se vean obligados a necesitar y recurrir a la aprobación de sus padres? Pues no en vano Doña Francisca sufre porque su decisión contradice a la de su madre.

La respuesta está en Carlos III, quien promulgó, en 1776, una Real Pragmática: Pragmática Sanción para evitar el abuso de contraer matrimonios desiguales –la cual, por otro lado, excluía a los negros, mulatos, mestizos y “demás razas mezcladas”– “que modificó completamente tanto la legislación como la autoridad en lo atinente al matrimonio”. La Real Pragmática disponía que, todas las personas, ‘desde las clases más elevadas en el Reino, hasta los súbditos más bajos, sin excepción’, debían ser comprendidas por la ley. Es decir, se hizo indispensable la aprobación de los padres para que los hijos pudieran contraer matrimonio. (Socolow, 1990) Si bien uno de los objetivos de la Pragmática de Sanción era “conservar a los padres de familia la debida y arreglada autoridad que, por todos derecho les corresponden en la intervención y consentimiento de los matrimonios de sus hijos” (Konetzke apud Marre)

Aunque ya en el IV Concilio Provincial Mexicano –territorio español, al fin y al cabo–, reunido de enero a octubre de 1771, se había dicho:

“Que los obispos no permitan que se contraigan matrimonios desiguales contra la voluntad de los padres, ni los protejan y amparen dispensan de las proclamas; que tampoco consientan los párrocos que sin darles parte saquen de las casas de los padres a las hijas para depositarlas y casarlas contra la voluntad de ellos, sin dar primero noticia a los obispos, para que estos averigüen si es racional o no la resistencia” (Aizpuru, P. G., 1991, p. 126)

No es difícil pensar que este hecho fue aprovechado por los padres para concertar matrimonios favorables económica y socialmente tanto para los hijos como para los padres. Tal como dice León, J. (2010, 123):

“La sociedad española del Antiguo Régimen y, especialmente la del siglo XVIII, se caracterizó por una apetencia desmedida por los signos de distinción propios de la nobleza. En el caso de las capas altas su máxima aspiración era lograr un título nobiliario o, en su defecto, un hábito de Orden Militar. Mientras tanto las capas intermedias y bajas de la población ansiaban acceder también a un nivel superior de distinción, pero centrando su atención en la hidalguía. Para acceder a esta categoría nobiliaria disponían de dos opciones: una, por la vía legal, mediante matrimonios desiguales, compra o servicios a la Corona; otra, de forma ilícita, mediante la manipulación de documentos y probanzas.”

En las colonias americanas, concretamente en zonas como México, se hizo para frenar las mezclas raciales, se dice que “46 familias prominentes se ampararon en la pragmática para oponerse a matrimonios que consideraron desiguales” (Gonzalbo, 2012, 1126). Las familias, continúa diciendo, incluso recurrían al propio rey. Esto dio como resultado un endurecimiento de las normas: “Se prohibió a las madres que suplieran, con su herencia o legados, la acción del padre de desheredar a los desobedientes; se exigió la aprobación paterna incluso a los mayores de 25 años, y se requirió una autorización adicional para quienes estudiaban en universidades y colegios” (Ibid.) A este tenor nos dice Socolow:

“El objetivo de la Corona era controlar lo que consideró una peligrosa confusión de grupos sociales y raciales, y para alcanzarlo la Pragmática de 1776 hizo del permiso de los padres un prerrequisito para los españoles y españolas de hasta 25 años. Se presumía que los padres y los novios mayores de esa edad, más precavidos de la importancia del matrimonio y de los aspectos negativos derivados de una unión desigual, actuarían de una manera socialmente más apropiada.”

Tal como vemos en la obra de Moratín, es la madre quien pacta todo para que el matrimonio se lleve a cabo. Mientras tanto, Francisca sólo puede lamentar su suerte y verse a escondidas con Don Carlos.

Para que esto se entienda mejor, veamos un ejemplo de cómo trabajaba las Pragmática de Sanción en la ciudad de Quito, Ecuador:

“En el año 1781, el hacendado quiteño Ignacio Cevallos y Tena dirigió una carta al Consejo de Indias en la que, «deseoso de conservar el honor de su familia», se quejó de la decisión del tribunal de la Audiencia de Quito de declarar injusta su disconformidad contra —según él— el «matrimonio desigual» que su hijo Antonio, de 22 años, quería contraer con Vicenta Ontañeda, de 35 años y «de clase mestiza». Cevallos basó su oposición contra tal matrimonio en el «muy ínfimo nacimiento» de la madre de Vicenta, esposa de Juan de Ontañeda, un primo hermano suyo que había «cometido el error de casarse con una criada suya de nacimiento oscuro y abatido». Por consiguiente, debería seguirse la Real Pragmática de matrimonios de 1776, que autorizaba a los padres a denegar el consentimiento al matrimonio de sus hijos menores en caso de una desigualdad social del cónyuge elegido. En contra de la baja posición social de la madre de Vicenta, Cevallos alegó «la posesión de nobleza que por sí, por su mujer [Josefa Donoso] y toda la familia gozaba, como descendiente de los primeros conquistadores y pobladores del Reino […]”

No obstante, la historia tuvo un final feliz, pues la audiencia de Quito dictaminó la posibilidad de matrimonio entre los pretendientes.

“En el juicio de primera instancia el corregidor de Quito asintió con la oposición de Cevallos, pero más adelante, la Audiencia revocó el dictamen y asignó a la pareja la facultad de acudir al obispo para «usar de su derecho como les conviene». La Audiencia basó su dictamen en el hecho de que el embarazo de Vicenta había precedido a la promulgación de la mencionada Pragmática, aunque también hizo constar que consideraba la relación social entre las dos partes «virtualmente desigual.” (Büschges, 1997, p. 56)

Vemos cómo actuaba la Pragmática de Sanción en el caso de los matrimonios considerados desiguales por parte de los padres. Entonces, ¿sería absurdo imaginar a Doña Irene recurriendo a ésta en caso de que Francisca hubiera decidido casarse con Don Carlos en contra de la voluntad de su madre? Ciertamente, no. Si observamos el razonamiento de Doña Irene, quien se muestra a favor de los matrimonios desiguales por su ventaja económica, social y lo que ella supone una ventaja vital: la madurez del anciano.

Ahora bien, ¿quién afectaba principalmente esta Pragmática de Sanción? Dice Socolow: “Debe subrayarse que, al imponer el consentimiento de los padres para hombres y mujeres menores de veinticinco años, la nueva ley estuvo orientada esencialmente a controlar a las mujeres y no a los varones, ya que unos pocos de éstos se casaban antes de los veinticinco años”.

No obstante, se advirtió a los padres para que no abusaran de la ley para forzar el matrimonio de los hijos en contra de sus deseos, pues la corona era consciente de que algunos padres podían negarse al matrimonio por razones puramente personales o caprichosas, abusando así de la ley, que les favorecía. Por eso, éstos eran instados a aceptar los matrimonios a no ser que esgrimieran razones justas y racionales para lo contrario (Ibid.)

Ahora bien, sin adentrarnos demasiado en la psicología de Doña Irene, ¿qué haría ella?, ¿aceptaría el matrimonio de su hija? Todo parece indicar que no. Pero esta negativa probablemente no se debería a una ceguera voluntaria y dictatorial. Hemos de juzgarla con los principios de la época en la que vivía. Ella misma, según cuenta en la obra, fue dada en un matrimonio concertado y desigual. Su ceguera pues, es alienación. Alienación ante lo que ella considera un trato justo, obvio y necesario para el mejor desarrollo de la educación y futuro de una hija por la que vela igual que velaron sus padres por ella misma.

Nadie podría juzgar a Doña Irene, mujer viuda, quien ha tenido decenas de hijos de los cuales sólo ha sobrevivido una y que no quiere otra cosa sino asegurar el futuro de su hija.

Cabe recordar que la Pragmática de Sanción se sacaba a relucir para frenar un matrimonio que los padres pudiesen considerar desigual. Nos dice Fuentes-Barragán (2016, p. 56): “El matrimonio contraído con el candidato aprobado por los padres de ambos jóvenes suponía la única alternativa, y conseguir que así fuera generó una ardua lucha en España”.

Ahora bien, ¿qué salida le hubiera esperado a Francisca de no ser por el espíritu bonachón e ilustrado de Don Diego? Un juicio de disenso podría haber sido la salida óptima. Respecto a esto nos dice Marre (1997): “Un juicio de disenso se producía cuando un joven que intentaba contraer matrimonio no obtenía el consentimiento de su padre, por considerar que se trataba de una unión desigual. El joven, por lo tanto, debía recurrir a la justicia para obtener una licencia que le permitiera acudir ante la Iglesia para la celebración de su matrimonio”.

Han sido varios los autores que se han dedicado a investigar los juicios de disenso. Por ejemplo, hay quien entiende el estudio de estos juicios como “… una vía de acceso a las pautas morales y los prejuicios sociales” (Nelly R. Porro apud Fuentes-Barragán, p.58).

Sin duda, la observación más aguda y, bajo un punto de vista social, más acertada es la que da Ricardo Cicerchia: “…los disensos demuestran un margen aceptado de disputa al poder patriarcal, el reconocimiento de las voces femeninas como sujetos de derecho, y cierta heterogeneidad social en la ocupación de espacios institucionales, en este caso el de la esfera judicial. Un teatro capaz de accionar dispositivos de confrontación y negociación de un territorio importante del conflicto social.”

Aparte de los mencionados juicios de disenso, podemos encontrar otras argucias llevadas a cabo por novios quienes, ante la negativa de sus padres, buscaban soluciones poco ortodoxas:

Por tanto, asumían riesgos mayores y recurrían a engaños más evidentes, que, en ocasiones, eran más efectivos para sus fines matrimoniales, la falsificación de documentos fue otro sendero para la libertad de elección. Miguel Campusano y María Agustina Díaz se presentaron ante el cura de Valencia con licencias de sus respectivas madres y firmados por testigos. El cura, quien los casó por no haber ningún impedimento, días después se presenta ante la justicia Mayor denunciando a los contrayentes madres y testigos de fraude. El asunto es que en las licencias aparecen con apellidos diferentes y calidades cambiadas.” (Pellicer, 2004, p. 142)

Asimismo, continúa Pellicer, también era habitual la renuncia a la herencia. Hablando de la América colonia, nos dice: “El informe de un escribano de la ciudad de Coro en 1788, aclara que antes de promulgarse la Pragmática, … un mecanismo legal para llevar a cabo la libre elección conyugal: la renuncia a los derechos hereditarios” (Ibid.).

No obstante, en lo referente a los juicios de disenso, Socolow nos detalla lo importante que es ante la ley el tema de la desigualdad. Nos dice:

“Un factor tan importante como el cambio en la distribución de poderes sancionada mediante la Real Pragmática, lo constituyó la redefinición de la justa causa invocada como impedimento para un matrimonio. Aunque las restricciones de la ley canónica continuaron siendo razones válidas para que un matrimonio no se llevara a cabo, la desigualdad entre los novios pasó a ser ahora considerada como el argumento de mayor peso para el éxito del disenso de los padres. Si, no habiendo obtenido el consentimiento de sus padres, uno de los novios decidiera iniciar acciones legales en contra de aquéllos, el progenitor necesitaba solamente probar la desigualdad entre los pretendientes para impedir el matrimonio.” (Socolow, 1990. p. 136)

En conclusión, en este apartado se ha contextualizado el tema de los matrimonios desiguales en el siglo XVIII. Concretamente, cómo el estamento político tuvo que desarrollar una Real Pragmática: Pragmática Sanción para evitar el abuso de contraer matrimonios desiguales. El fin de ésta era acabar con los matrimonios desiguales, hecho habitual en el siglo. Se han aportado ejemplos que tienen como objetivo estrechar el marco sobre lo que se consideraba desigual en el siglo XVIII; es decir, la pertenencia a diferentes razas, clases sociales o clases económicas.

Asimismo, se ha hablado de los juicios de disenso, una de las pocas salidas a las que podían recurrir los jóvenes enamorados que pretendían no seguir las directrices de sus padres en materia de matrimonio. No era la única, pues también se han aportado ejemplos sobre engaños llevados a cabo por los jóvenes. O una acción habitual: aceptar ser desheredado.

01 August 2022
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