Lucha Contra la Malaria y el Covid-19
El paludismo o malaria es, como hemos estudiado, una enfermedad parasitaria, causada por parásitos del género Plasmodium que se transmiten a través de la picadura de mosquitos hembra infectados del género Anopheles y que hemos sufrido desde hace miles y miles de años.
El COVID-19, por el contrario, es una enfermedad infecciosa causada por un tipo de coronavirus, el SARS-CoV-2, que se transmite principalmente de persona a persona, a través de gotitas respiratorias y que recibe su nombre del momento en que fue descubierta a raíz del brote en Wuhan, en diciembre de 2019.
Ambas enfermedades son potencialmente mortales, pero, mientras que el COVID ha matado a unas 380000 personas en todo el mundo (en su mayoría personas mayores o inmunocomprometidas), la malaria mata a más de 700 niños menores de 5 años cada día y, en total, es responsable de unas 400000 muertes cada año.
Solo con estos datos no parece que el COVID debiera preocuparnos mucho más que el paludismo. Entonces, ¿por qué no se está invirtiendo globalmente en una respuesta contra la malaria del mismo modo en que se está haciendo con el COVID? ¿por qué las muertes por paludismo no aparecen en las noticias, pero sí las del COVID? ¿por qué no hay un montón de laboratorios trabajando en la cura o en la vacuna de la malaria sin descanso, pero sí en la del COVID? La respuesta es sencilla: porque no hay malaria en los países desarrollados y COVID sí. Porque la prevalencia de la malaria no afecta a nuestra economía, pero la del COVID sí. Al virus le da igual la nacionalidad, la raza, la clase, el dinero. Y en ese momento, en el que nos afecta a nosotros, es cuando empezamos a tener miedo.
Por esta razón son muchos los países que han pasado un tiempo confinados en los últimos meses para reducir la transmisión del virus, se han cerrado las fronteras, se han montado nuevos hospitales, adquirido toneladas de equipos de protección y test rápidos para diagnóstico y se ha dado comienzo a investigaciones sobre posibles tratamientos y vacunas en países alrededor de todo el mundo. Pero, mientras en los países desarrollados se establece un exigente plan de actuación contra la pandemia, con la llegada del COVID a las zonas endémicas de malaria, las medidas contra el paludismo parecen haber empezado a tambalearse.
Hasta la fecha, la lucha contra la malaria ha consistido principalmente en la lucha antivectorial: mosquiteras tratadas con insecticidas, fumigación de interiores con insecticidas de acción residual…A esto hay que añadir el tratamiento preventivo de las embarazadas y lactantes en zonas de riesgo, la realización de pruebas rápidas de diagnóstico para la detección precoz de la enfermedad y el tratamiento combinado de la misma con artemisina. Pero, actualmente, el COVID, presente en todos los países endémicos, podría paralizar estas medidas, aparte de causar estragos por sí solo.
Hay que tener en cuenta que la pandemia que nosotros enfrentamos con enorme disponibilidad de recursos, los países no desarrollados y empobrecidos aún más si cabe por la malaria, lo hacen sin los recursos ni infraestructuras mínimas y necesarias. Tanto la malaria como el COVID han encontrado, de esta manera, una oportunidad perfecta para proliferar en zonas endémicas, donde la gravedad de ambos problemas se suma.
Ante esta situación, ha saltado la alerta entre los dirigentes de la lucha antipalúdica, que ya se vio afectada en el pasado por otras pandemias, como la del ébola.
En la OMS se cree que el número de muertes por paludismo podría incluso duplicarse en África subsahariana debido a los problemas añadidos que supone el COVID-19, que ya ha empezado a dificultar el acceso a las medidas preventivas más efectivas como las mosquiteras tratadas con insecticidas de larga duración, así como a las pruebas de diagnóstico rápido y medicamentos antipalúdicos.
A los problemas actuales con el suministro de estos medicamentos hay que sumar los derivados de las semejanzas entre el COVID y la malaria. Me explico: aparte de su letalidad, no parece que estas dos enfermedades vayan a tener mucho en común ¿no? Pues bien, recientemente se ha descubierto que existen más similitudes entre ambos microorganismos, como, por ejemplo, la vía de entrada a las células, pues utilizan el mismo receptor, concretamente, el CD-147, de acuerdo con los investigadores del CSIC.
Entonces, parece lógico pensar que: si sus mecanismos de invasión celular son parecidos, podrían responder también a tratamientos parecidos. Y es esta la idea que ha hecho que los medicamentos existentes contra la malaria, que hasta la fecha no generaban especial interés, estén siendo ahora investigados, pero como posibles tratamientos frente al COVID.
¿Y cómo afecta esto a la lucha antimalárica? Pues de resultar que uno de estos fármacos antipalúdicos (hidroxicloroquina, ivermectina…) o cualquier otro demostrasen ser efectivos contra el COVID-19 y comenzaran a usarse en la lucha contra el virus se podría producir un desabastecimiento de este medicamento para el tratamiento de enfermedades para las que ya se usa, o sea, la malaria. Además, si de repente se empezase a usar a mayor escala y con dosis más grandes, se correría el riesgo de que el parásito de la malaria desarrollase resistencias.
Por si fuera poco, uno de los síntomas iniciales del COVID-19 es la fiebre, que es también uno de los síntomas iniciales de la malaria, con lo que hay que tener especial cuidado. Si, como en los países desarrollados, cogemos este síntoma y “prescribimos” aislamiento (o nos quedamos en casa voluntariamente, en vez de acudir al médico) en lugar de salvar vidas, condenamos a muerte a personas que evolucionaran rápidamente hacia una forma grave de malaria.
Además, hay que recordar que el parásito del paludismo es capaz de adaptarse de manera muy rápida a los cambios, de forma que una interrupción de estas actividades de prevención, detección y tratamiento podría conllevar la aparición rápida de nuevas cepas, lo que supondría un retroceso muy importante en la lucha contra la enfermedad.
Por este motivo, la OMS considera que es de suma importancia mantener todos estos programas sin dejar de hacer lo posible para prevenir la propagación del COVID-19.
Con este fin, la OMS alentó, desde el comienzo de la pandemia, a estos países endémicos de malaria a no apartar el foco de la lucha contra el paludismo y elaboró una serie de orientaciones dirigidas a las zonas endémicas de cara a adaptar la intervención contra la malaria en el contexto de lucha contra el COVID-19. Asegurar el acceso a los tratamientos, la quimioprevención, mosquiteras y otros recursos básicos a los afectados, al mismo tiempo que se suministran los equipos de protección y herramientas necesarias a los profesionales sanitarios y otros trabajadores que combaten la COVID-19 en primera línea, es la estrategia fundamental de la OMS para no echar por tierra todo lo avanzado en la lucha contra esta enfermedad. Además, recientemente se ha comenzado a plantear la administración masiva de medicamentos como método de emergencia, bajo ciertos criterios.
Sin embargo, a pesar de este esfuerzo de la OMS por evitarlo, desde marzo se encuentran suspendidas, a causa del COVID, las campañas relacionadas con la lucha antivectorial para erradicar el paludismo en varios países de África. Para estas poblaciones, las consecuencias podrían ser fatales.
Ahora solo queda seguir insistiendo y esperar. Esperar que la pandemia del COVID pase rápido para poder retomar la lucha contra el paludismo en toda su plenitud y también para evaluar los estragos causados por el virus en estas zonas, tanto directa como indirectamente. Decir que quizá esta pandemia nos sirva a nosotros y a los gobiernos de nuestros países para concienciarnos un mínimo de lo que supone estar expuesto a una enfermedad mortal continuamente y comenzar a invertir en ayudar a los que se enfrentan a enfermedades peores, como la malaria, sin apenas recursos, sería, con seguridad, ser demasiado inocente.