Sobre La Evolución Del Miedo En El Hombre Moderno
El miedo es característica intrínseca del hombre, todos sentimos miedo y es, aunque irónico, una característica imprescindible para todo ser humano, es el miedo el que nos ha permitido sobrevivir como especie cuando aún vivíamos en cavernas, el miedo ha marcado bien los límites de lo que podemos hacer y de lo que no, el miedo es una alerta, un recordatorio, un estigma del muy breve tiempo del que disponemos en este mundo, estamos programados para sentir miedo. Con esto planteado estaría de más decir que cualquier temor que desencadene una serie de eventos adversos o que, desde un punto de vista médico, roce lo patológico, esto es que pueda, de alguna manera, provocar una respuesta biológica sobredimensionada, no nos ayudará en lo absoluto.
Pero cuando el desasosiego raye lo desmesurado y, sin querer, este se anticipa mucho antes de que ocurra aquel evento fortuito, sin poder saber a ciencia cierta si ocurrirá, estaríamos entrando en materia de trastornos psicológicos. Sea como fuere, de entre todo el acervo de miedos al que el hombre está expuesto durante su vida, pocos –y me atrevería a decir que quizá es en verdad el único– se sienten tan abismalmente angustiante como el miedo a la soledad. Los tiempos modernos han traído consigo formas de comunicación nunca antes pensadas, nuestros pares están tan cerca como a un click de distancia, pero todos estos avances en materia de formas de comunicación no parecen haber repercutido en cómo la humanidad aborda su, a veces necesaria, soledad. Cabe preguntarnos entonces, si luego de haber recorrido aquel largo, tortuoso y, como habremos podido evidenciar en numerosas ocasiones, con especial mención a la invención de las arte de la guerra, autodestructivo camino de la evolución, es que hemos cambiado aquel miedo natural y primitivo a la muerte por uno más sofisticado, uno más acorde a los tiempos modernos, uno que supla la necesidad de las más horridas lucubraciones de la imaginación humana, quienes hoy por hoy han presenciado ya muchos y muy numerosos horrores. Tenemos que preguntarnos así ¿Es la soledad, ahora, el mayor miedo del ser humano?
Si nos ponemos a pensar críticamente llegaríamos a entender que la soledad no es más que una condición supeditada a un tiempo y espacio específicos, es decir, esta no significaría nada de no ser por la desgarradora sensación de soledad de la que va escoltada. Sin duda esto abre la posibilidad a que estar solo va más lejos, va más allá, es decir va al recóndito y desolador extremo de sentir soledad aun cuando uno se encuentra rodeado por una multitud de gente. No es sorpresa que muchos de nosotros hayamos vivido en carne propia esto, nadie está libre de la implacable y azarosa condición humana que en muy variadas ocasiones nos provoca una ineludible y amarga sensación de soledad, podríamos poner, por ejemplo, la muerte de un familiar, una ruptura amorosa, perder un trabajo, o inclusive aquellos pequeños detalles como mudarse de una ciudad a otra podrían conllevar a la sensación de soledad, sin embargo, a menos que desde el punto de vista psicológico sea traumatizante, este, tarde o temprano, terminará siendo superado. Pero, ¿Y qué ocurre cuando no se supera? ¿Qué sucede cuando se entra en un círculo vicioso, donde en lugar de apagar el fuego lo único que logramos es echar más leña al él? ¿Qué es lo que sucede cuando luego de ensimismarse tanto en una idea se llega a la conclusión –en efecto apodíctica– de que todos estamos realmente solos, y, es más, se convence de ello? Veamos tan solo el “problema de las otras mentes”, Carolina Scotto analiza el siguiente el reto epistemológico:
Dado que sólo puedo observar el comportamiento de otros, ¿cómo puedo saber que los otros tienen mentes? El razonamiento detrás de esta cuestión es que, sin importar cuán sofisticado es el comportamiento de alguien, el comportamiento por sí mismo no garantiza la presencia de una mente. Sería posible, por ejemplo, que las otras personas no fueran más que autómatas hechos de carne y capaces de responder a estímulos externos; pero no poseedores de una mente capaz de ‘experimentarlos’.
Por tanto un individuo sólo podría estar seguro de lo que acontece en su propia mente, estar seguro de que dentro de su cabeza nadie más puede entrar, de que todas aquellas personas que nos rodean son ficticias e ilusorias y que la única razón por la que tienen la estructura que tienen es porque somos nosotros mismos quienes se las damos. Para cuestiones de este mundo la única existencia plausible es la tuya y sólo tú tienes la potestad de comprobarla.
Como ya mencionamos, acontecimientos como un fallecimiento, una separación o una destitución pueden llegar a desencadenar el sentimiento de soledad. Todas estas comparten una característica en común, el ser olvidados. Al perder tu trabajo puedes llegar a sentirte inservible, improductivo o incapaz ante una devoradora e insaciable sociedad que lo único que parece querer a partir de entonces es deshacerse de ti, relegarte y olvidarte; una separación es dolorosa porque aquella persona con la que soñabas pasar el resto de tus días ahora sólo quiere tenerte entre sus recuerdos, no necesariamente los más felices. Pero es la muerte, el abrazo de Tánatos, el descenso a la tierra, el retorno a la naturaleza, la que constituye el pináculo del olvido. Uno no puede dejar de pensar que pasado el tiempo, en unos pocos eones, ninguna de las personas que aún pisen la tierra – si es que la humanidad aún puede prevalecer para entonces– se acordaría de ti. Ahí es verdaderamente cuando el horror empieza, la soledad es como estar muerto en vida, uno es olvidado y es consciente de ello.
Si de materia numérica, estadística y por ende científica se refiere, podemos mencionar que existe una ola de investigaciones recientes que muestran altos niveles de soledad. Una encuesta reciente de CIGNA reveló que casi la mitad de los estadounidenses siempre o algunas veces se sienten solos (46%) o excluidos (47%). Completamente el 54% dijo que siempre o, a veces, siente que nadie los conoce bien. La soledad no es solo un fenómeno estadounidense. Otras encuestas tomadas en distintos puntos del globo muestran cifras muy similares. Un tercio de los británicos dijo que a menudo o muy a menudo se sienten solos. Casi la mitad de los británicos mayores de 65 años consideran la televisión o una mascota como su principal fuente de compañía. En Japón, hay más de medio millón de personas menores de 40 años que no han salido de su casa o no han interactuado con nadie durante al menos seis meses. En Canadá, la proporción de hogares solitarios es ahora del 28%. En toda la Unión Europea, es del 34%. Pero el problema no queda ahí, el análisis social puede centrarse en ese grupo de personas que, hoy por hoy, son considerados los consumidores más poderosos y extendidos del mundo, así pues nos vemos en la obligación de añadir a esta disquisición la brecha generacional. Los Millennials están priorizando grupos tanto a nivel personal como social.
Ya han estabilizado en gran medida las tasas de vida en solitario en su grupo de edad, a pesar de su creciente edad promedio de matrimonio y la disminución de la fertilidad. Los millennials se congregan en comunidades improvisadas: viven juntas en familias extravagantes, acuden en masa a espacios de trabajo conjunto, se aglomeran en densos lugares urbanos y utilizan la tecnología para mantenerse en comunicación. Y, por supuesto, es mucho más probable que vivan con sus padres. Aun así la soledad sigue siendo algo que preocupa mucho a los millennials: según el Censo VICELAND UK 2016, la soledad es el principal temor de los jóvenes en la actualidad, por encima de perder una casa o un trabajo. El 42% de las mujeres del Milenio tienen más miedo a la soledad que un diagnóstico de cáncer, la mayor proporción de todas las generaciones. Los tiempos han cambiado, y es de esperar que con estos cambios también cambie algo tan inveterado como los miedos primordiales del ser humano. Nada es para siempre, incluso aquello que nos ha definido como especie por tanto tiempo.
Este miedo, el miedo a la soledad, es particularmente doloroso para hombres y mujeres, para la raza humana, ya que, queramos o no, somos seres que necesitan validación, seres que necesitan conectarse y tener retroalimentación. Estas interacciones forman de manera continua el esbozo de nuestra personalidad, de nuestro ser, de alguna manera nos ayuda a encajar en una sociedad que, independientemente de dónde se mire, carece de sentido. Aquí cabe la pena mencionar que no hace falta una sociedad con sentido de ser, siempre y cuando el hombre pueda darle uno. Es menester hacer la siguiente aclaración. Somos distintos, todos nosotros, por ello no todos tenemos la exigencia de un grado de interacción social elevado para poder sentirnos en compañía. Hay personas ahí fuera quienes están habituadas a vivir en asilamiento, solitarios por naturaleza, para ellos podría pasar mucho tiempo antes que si quiera puedan percatarse de su necesidad de interactuar con otro ser humano.
Pero, al otro extremo, también las hay quienes no pueden soportar un solo día sin socializar, su necesidad de interactuar con otro ser humano es tan grande que, aun siendo conscientes de ello, prefieren mantener relaciones tóxicas con el único afán de no sentirse en aislamiento, en soledad. Mientras más grande sea la necesidad de establecer vínculos con otras personas, se puede esperar que más grande sea también la frecuencia con la que este individuo se sentirá solo. El tipo de dolor que genera la soledad hace que la muerte no se vea como algo a lo cual temer, esto es porque más que horrorizarse con la idea de que suceda, porque sin duda alguna sucederá, es que esta suceda sin que absolutamente nadie pueda ser testigo de ello. Podríamos pecar en culpar a la tecnología, pero estar no pueden llevarse toda la carga, esta es una herramienta provechosa, lo que no puede ser provechoso es abusar de ella.
El abuso de la conectividad nos lleva a una irremediable y contradictoria soledad. Hoy la gente se esconde tras lo que pueda mostrar en sus fotos colgadas en una red social, en 140 caracteres o en algo tan vano como una simple reacción a contenido de internet. La nueva era ha traído más cerca a algunas personas, por ejemplo a los ancianos, para ellos internet es una bendición, los ha sacado de su pequeño mundo a uno más global, a uno en donde pueden contactar con los suyos o con gente totalmente desconocida, y para ellos no resulta ser un peligro ya que no han estado expuestos a la tecnología lo suficiente como para darse cuenta de lo que pueden llegar a experimentar, nos referimos a los propios peligros que estas nuevas tecnologías presuponen. Sin embargo las nuevas generaciones, aquellas que nacieron en la era tecnológica, ven el abismal espectro de posibilidades, pero no saben bien qué hacer con estas. El problema se centraría en la educación, quizá cambiar la forma en la que los jóvenes perciben la comunicación por medio de las tecnologías modernas, crear una especie de higiene social tecnológica, pero esto nos alejaría de nuestro tema principal.
La soledad que la hiperconectividad genera se debe a la ausencia de lenguaje corporal y otras señales sociales normalmente asociadas con la comunicación cara a cara. El problema es que estas señales visuales no se pueden interpretar cuando las personas usan los mensajes de texto como forma de comunicación. Las vibraciones y timbres del teléfono inteligente nos atraen para mirarlos activando los mismos circuitos neuronales en nuestros cerebros que activan la respuesta de escape o lucha, pero ahora estamos secuestrados por esos mismos mecanismos que una vez nos protegieron y nos permitieron sobrevivir, para obtener la información más trivial. El abuso de la tecnología nos consume, pero hemos llegado tan lejos que no podemos escapar de esta, la necesitamos, a veces demasiado.
En los albores de la humanidad estar solo era una sentencia de muerte, volvía a uno vulnerable, prácticamente cualquier cosa podría matarte, ver a quienes se quedaban solos caer ante la inexorable naturaleza nos condicionaba a buscar compañía. Esto ha cambiado, ya no tenemos que luchar por comida, por un techo, por calor, al menos no desde el punto de vista primitivo. Las personas se volvieron más autosuficientes, muchas se acostumbran a ese estilo de vida, de independencia, están conectados con el mundo a pesar de no tener personas físicamente cerca, a pesar de no formar parte de un grupo, pero están también quienes no pueden sentir la compañía de nadie a pesar de estar rodeados del mundo entero, un mundo cuyo acceso está en la palma de la mano. Es difícil imaginar cómo pueden vivir esas personas, con el peor terror que puede tolerar un ser humano, que nadie más pueda verlo o entenderlo porque al final uno está solo ante la problemática de sentirse solo. Los cambios sociales y culturales han cambiado nuestro miedo natural a la muerte por el miedo a la soledad, su equivalente moderno. ¿Qué es lo que sigue? La sociedad seguirá cambiando, y la percepción del hombre por su entorno también, no hay vuelta atrás. ¿Será acaso que, después de otro muy largo periodo de evolución ya sea biológico o social, el mayor miedo del ser humano dejará de ser la soledad y se convertirá en el aún más ineludible miedo a vivir?