El Lunes Negro: Ejército Inglés y la Tormenta de Granizo

«No crucé el Canal de la Mancha para luchar contra los elementos.» Algo así debió de pensar el rey Eduardo III de Inglaterra un par de siglos antes de que Felipe II expresara su frustración por el fracaso de su Gran Armada.

La Guerra de los Cien Años llevaba azotando el reino de Francia durante más de dos décadas, y los ingleses tenían las de ganar. Eduardo III disponía de un ejército mejor armado y que se había curtido en las guerras escocesas, y usaba tácticas más avanzadas. Los ingleses habían vencido en todas las batallas importantes: Sluys (1340), Crécy (1346) y Poitiers (1356). Dominaba una parte del país y habían arrasado otro tanto con sus cabalgadas. El ejército francés, basado todavía en una caballería de corte feudal, se había visto impotente frente al arco largo inglés, capaz de perforar sus armaduras a distancia. Una gran cantidad de los nobles franceses había perecido bajo las lluvias de flechas o había sido echa prisionera. Y en Poitiers, el propio soberano francés, Juan II, había caído cautivo.

Así estaban las cosas cuando, en octubre del año 1359, el rey de Inglaterra cruzó el Canal con una enorme fuerza de invasión. Estaba dispuesto a terminar con la guerra de una vez por todas y ser nombrado rey de Francia. Pero se encontró con un escenario distinto. El delfín Carlos, que había asumido la regencia, había cambiado de estrategia. Sabía que los ingleses no estaban preparados para una campaña larga y ordenó que no se les presentase batalla en campo abierto. Los franceses debían encastillarse en sus fortalezas y ciudades amuralladas.

La estrategia fue todo un acierto. Los franceses estaban bien abastecidos y el tiempo corría en contra de los invasores. Los asedios se alargaban y eran infructuosos, y los ingleses se desesperaban porque nadie acudía a presentarles batalla. Además, el otoño y el invierno fueron especialmente duros y no estaban bien pertrechados para soportar una larga racha de mal tiempo.

Cuando llegó la primavera de 1360, el ejército de Eduardo estaba muy mermado a causa de las enfermedades y carecía de provisiones. Así y todo, el rey inglés quiso continuar con las hostilidades. Decidido a que el enemigo saliese a su encuentro, se dedicó a incendiar los alrededores de París. Cuando llegó la Pascua, en abril, estaba asediando la pequeña ciudad de Chartres, a escasas leguas de la capital. El príncipe Carlos había logrado dominar hasta ese momento el ímpetu de sus caballeros. Aunque no fue fácil: estaban muy molestos porque creían estar quedando como unos cobardes. La tregua de Dios de los días festivos atenuó un poco la situación, aunque exacerbó los ánimos religiosos de los soldados de uno y otro bando.

El lunes negro

El 14 de abril, Lunes de Pascua, las temperaturas descendieron drásticamente. En el campamento inglés se resignaron a pasar una jornada de frío impropio de la estación. Pero la cosa no se iba a quedar ahí. De repente, se levantó un fuerte viento que arrastró unas ominosas nubes negras, y todo el campo quedó en tinieblas. Entonces se desató, inesperadamente, una violenta tormenta llena de aparato eléctrico.

Las tiendas apenas aguantaron el viento arrollador y pronto se rasgaron o salieron volando. El ejército inglés se vio a la intemperie bajo una lluvia helada mientras la tormenta arreciaba. Varios rayos cayeron en mitad del campamento y sembraron el pánico. Pero lo peor estaba por llegar. A los pocos minutos, la lluvia dejó paso a una granizada mortal. Unas piedras del tamaño de huevos de ganso descalabraron, sin piedad, a hombres y animales. El campo se llenó de muertos y heridos, y la tropa se dispersó, aterrorizada, en busca de cualquier refugio. Nadie se ocupó de controlar a los caballos; las bestias escaparon en estampida y arrollaron todo lo que encontraron a su paso. El caos y el miedo fue tan grande que se cuenta que el rey Eduardo se arrodilló para suplicar misericordia a Dios.

En poco más de media hora, aquella feroz tormenta acabó con la vida de unos mil hombres, varios comandantes entre ellos, y de seis mil caballos. Les produjo casi las mismas bajas que las que habían tenido en cualquiera de las grandes batallas anteriores. Pero no solo destrozó el ejército sitiador sino que lo llenó de miedo y superstición. Entre los supervivientes empezó a cundir el temor de que Dios se hubiera vuelto contra ellos. La moral de las tropas quedó por los suelos y se quebró la voluntad del rey Eduardo, que estaba harto y solo quería volver a su país.

Aquel extraordinario suceso atmosférico supuso el final de la campaña y de la primera fase de la Guerra de los Cien Años. Dos semanas después, ambos bandos iniciaron las negociaciones de paz en Brétigny, a veinticinco kilómetros de París. Eduardo III renunció a sus pretensiones sobre la corona francesa y, a cambio, recibió toda Aquitania y una ampliación de sus posesiones alrededor de Calais. También se acordó el pago de un enorme rescate de tres millones de escudos por el rey Juan y los demás miembros de la corte que seguían prisioneros en Inglaterra.

Con el paso del tiempo, aquella funesta jornada sería recordada entre los ingleses como el Black Monday, el «Lunes negro».

Fuentes

  1. ASIMOV, Isaac: La formación de Francia, Alianza, Madrid, 2000
  2. DOVAL, Gregorio: Casualidades, coincidencias y serendipias de la historia, Nowtilus, 2011
  3. Black Monday 1360, por Ellen Castelow
  4. Hail kills English troops
  5. Autor: Javier G. Alcaraván (@iaberius). Este artículo también lo he publicado en Steemit.
24 May 2022
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