Imperio Otamano en la Primera Guerra Mundial
Introducción
Existe un viejo proverbio árabe que dice fi al-haraka baraka, que traducido se entiende como , el cual se lo puede interpretar como . Este proverbio parece haber incidido en la decisión de muchos árabes tanto en el pasado, como en años más recientes, para que tomaran la decisión de emprender una arriesgada travesía de trasladares a tierras extranjeras y comenzar una nueva vida con la esperanza de mejorar su libertad social y económica, profesar de manera libre su religión y huir de las persecuciones políticas de las que eran objeto en sus países natales. Muchos tenían en mente iniciar, con grandes expectativas, una vida comercial con la finalidad de obtener de ella copiosas sumas de dinero. Estas causas fueron lo suficientemente fuertes para que muchos árabes, su mayoría de la Gran Siria y, en un caso particular, del Líbano, emigraran hacia otros países durante los siglos XIX y XX.
El propósito de este trabajo es analizar detenidamente las causas de la migración del pueblo libanés a finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Investigando las razones internas y externas del Líbano que provocaron ese éxodo de su población. A ello hay que agregar los motivos políticos, religiosos y socio-económicos.
La gran parte de los emigrantes libaneses de finales del siglo XIX profesaban la fe cristiana y pertenecían a la iglesia maronita. Libaneses de otras iglesias cristianas también salieron del país con la finalidad de radicar en otras naciones de forma permanente. De la misma manera, en los últimos años del siglo XX, un pequeño número de musulmanes también ha emigrado a otros lugares, incluyendo América Latina.
Antecedentes
A inicios del siglo XI los turcos otomanos, quienes ya constituían un imperio dominante sobre los territorios en el norte del mar Negro, los Balcanes y algunas islas del mar Mediterráneo, incorporaron los territorios árabes: Siria, Palestina, el Hijaz, Egipto y la costa libanesa; en 1954, también conquistaron zonas de Iraq como resultado del éxito otomano sobre los safavíes persas en la batalla de Chaldirán. Pese a esto, el monte del Líbano, importante territorio árabe, permaneció fuera del yugo otomano. Dicha zona, que en el pasado era impenetrables, permaneció semiautónoma bajo el gobierno de importantes familias; sin embargo, todo ese territorio no constituyó jamás una unidad política. La región de Kisrawan, la parte norte del monte del Líbano, quedo bajo la influencia de los maronitas. Desde el siglo XV dos importantes familias libanesas, los Ma’nidas y los Shihabíes, se disputaron el control del monte del Líbano y la parte sur fue territorio de los drusos. Cualquier expansión de los drusos al norte o de los maronitas hacia el sur, provocaba enfrentamientos entre ambas comunidades. Las rivalidades y luchas armadas entre drusos y maronitas son parte de la historia moderna del Líbano. La batalla de Chaldiran ocurrió el 23 de agosto de 1514 entre los ejércitos de los imperios otomanos y safávida, con victoria de los primeros. Como resultado los otomanos obtuvieron el control del este de Anatolia y el norte del actual Irak. La batalla fue también, sin embargo, el comienzo de una desastrosa guerra de cuarenta y un años entre ambos imperios islámicos que terminó con el Tratado de Amasya en 1555.
Cuerpo
La política religiosa del Gobierno Otomano y los conflictos entre comunidades
El Imperio Otomano reconocía el derecho de cada individuo a someterse a un régimen jurídico particular en relación con su credo o confesión. Cada grupo tenía sus tribunales con jurisdicción en lo religioso y en lo civil, lo que les permitía disfrutar de independencia en diferentes aspectos, que abarcaban desde la petición de mano a la herencia, pasando por la tutela de menores, la asignación económica al cónyuge y el divorcio. En cuanto a las otras causas civiles y la totalidad de las penales; el cadí, juez en los territorios musulmanes que administraba la justicia conforme a la ley islámica o sharia, era quien tenía competencia total.
El caso de la Iglesia maronita presenta rasgos particulares, con un margen importante de autonomía en virtud del reconocimiento explícito de la autoridad del patriarca (máxima autoridad entre las comunidades cristianas) por parte de las autoridades otomanas; luego, tras los trágicos enfrentamientos entre cristianos y drusos en 1860, en Monte Líbano, el patriarca maronita solicitó acogerse al Estatuto de las confesiones, por el cual se reconocía el derecho a practicar sus ritos religiosos de manera autónoma.
En las sociedades donde impera un sistema absolutista y opresivo se produce una separación de hecho entre gobernantes y gobernados, circunstancia que vemos reflejada en el Estado Otomano, en el cual existía una clase dirigente, por un lado, y los súbditos, por otro. Pero en el Imperio Otomano surgieron otros motivos de división: la aparición de rasgos particularistas dentro de la misma sociedad, conforme a criterios religiosos y confesionales; es decir, entidades con ciertos márgenes de acción dentro del imperio. Los dirigentes espirituales, musulmanes y no musulmanes, eran responsables ante la clase política dominante de los deberes y responsabilidades de sus respectivas comunidades en lo referido al pago de los impuestos aplicados a cada grupo. Todo lo relacionado con el matrimonio, la herencia, la educación, la sanidad y la reglamentación jurídica de las relaciones económicas internas eran competencia exclusiva del dirigente de cada secta. Así, el máximo jefe espiritual era a su vez, dentro de su comunidad, algo así como un líder político, que imponía su autoridad a un conjunto de súbditos; los dos máximos representantes de la comunidad eran el sacerdote y el jefe administrativo, que generalmente era un hombre experto en la ley. Pero debe aclararse que la autonomía de los dirigentes de las sectas no era completa, ya que la Sublime Puerta tenía el derecho de intervenir en los asuntos internos de las comunidades religiosas cuando lo creía conveniente. De este modo, además de establecer una serie de requisitos como una ‘conducta intachable’ y la fidelidad al imperio, los responsables otomanos podían rechazar a un candidato a patriarca o a gran rabino si juzgaban que había motivos para dudar de su adhesión a la autoridad imperial. Así también, tenían la facultad de destituir al jefe de la secta y de mediar entre este y los diferentes órganos de poder y decisión dentro de la comunidad, en caso de haber desentendimiento entre unos y otros. Con este tipo de prácticas, el Gobierno central se aseguraba la fidelidad de los dirigentes de las comunidades, con la excepción de los grupos cristianos asentados en Monte Líbano y en especial los maronitas, ya que estos mantuvieron durante siglos un régimen especial (en comparación con el del resto de comunidades cristianas), que desembocó en un estatuto particular en el siglo XIX. Sin embargo, fueron las comunidades maronitas del Líbano las que recibieron con mayor fuerza la influencia, desde hacía tiempo, de las corrientes europeístas-católicas. Por esta razón, en Alepo y otras ciudades sirias, ortodoxos convertidos al rito greco-católico (melquita) emigraron a tierras libanesas. Algo parecido ocurriría tiempo después con católicos armenios ex monofisitas que habían abandonado su patria en Cilicia (tras la gran masacre por parte de los turcos, en 1909) para fijar su residencia en Líbano después que anunciaron su subordinación a Roma.
La incapacidad del régimen otomano para lograr una sociedad cohesionada se manifiesta en el fenómeno de fragmentación social y comunitaria vivido en las regiones orientales del Imperio. El régimen confesional no logró establecer un criterio fijo para definir el marco jurídico y social de las comunidades consideradas heréticas o no ‘estrictamente’ musulmanas; comunidades que unas veces eran tratadas con contemplaciones, en otras ignoradas o bien objeto de una manifiesta hostilidad por parte del poder central. Esta situación de indefinición, de vacío jurídico se podría decir en algunos casos, ayudaría a sentar las bases de entidades muy diferenciadas según criterios confesionales al concluir el dominio otomano en Siria y manifestarse con fuerza la presencia europea.
Los problemas antes señalados obligaron en el siglo XIX a buscar el ordenamiento de las confesiones dentro de un plan de acción general para reestructurar todo el sistema de gobierno. Así habían surgido las reformas o Tanzimat que, fomentadas por las potencias europeas, constituyeron un importante intento de corregir la situación. No obstante, las Tanzimat tuvieron el efecto contrario, ya que ocasionaron estallidos de violencia durante más de veinte años, culminando en los sucesos de 1860 en Líbano con el levantamiento de los musulmanes. En síntesis, este conflicto interconfesional se produjo en un contexto definido por tres factores clave: las consecuencias de la ocupación egipcia (1831-1841), el efecto de las Tanzimat y la intervención europea. Pero además tuvo unas consecuencias demográficas importantes, debido a la emigración de grupos libaneses cristianos, como señala Hourani (2010) al hablar de la población de Siria y Líbano durante el periodo 1860-1914; según este autor, en esa etapa, mientras la población siria aumentó en un 40% (pasando de 2,5 a 3,5 millones), en el caso de Líbano se produjo una importante emigración hacia América del Norte y del Sur y otros puntos geográficos.
En Sudamérica, Argentina y Brasil fueron los países que acogieron mayor número de inmigrantes libaneses después de los graves sucesos de 1860, en que se enfrentaron drusos y libaneses cristianos. En ambos países sudamericanos, este conflicto ha sido una de las causas de la llegada de libaneses.
Cultura y educación. El pensamiento nacionalista
En el contexto reformista, a partir de la segunda mitad del siglo XIX se produjeron avances educativos en Siria y Líbano. Hubo facilidades para el acceso al mundo occidental, directa o indirectamente, a través de las traducciones de textos latinos o de las escuelas fundadas por grupos cristianos. Asimismo, en el movimiento de la nahada (renacimiento literario) participaron todos los pueblos de lengua árabe sin distinción de secta ni región, cimentándose así la idea de que los árabes conformaban una nación definida por una lengua, una cultura y una historia comunes.
Los cristianos de Oriente fueron los primeros en acceder a la educación y a la formación moderna gracias a las escuelas y universidades con financiamiento y protección del gobierno francés. Así, debido a la acción de los misioneros católicos y protestantes, las nuevas generaciones aprendieron las lenguas extranjeras y las nuevas asignaturas, sin que se diese una ruptura con la cultura árabe. En aquella época el movimiento de “renovación”, que inició la modernización de la lengua y de la cultura árabe, cobró fuerza por el desarrollo de la prensa, y la creación de las primeras imprentas con caracteres árabes, lo que contribuyó a difundir muchos libros y periódicos que llegaban a la clase media en una sociedad estamental, de base predominantemente rural. Este movimiento impulsó la creación de escuelas y universidades modernas que siguen existiendo actualmente. Este primer paso, cuyo inicio supuso el acceso a la educación para todos sin discriminación de sexo o credo, se transformó rápidamente en un movimiento de modernización de la estructura social, económica y cultural. Junto al desarrollo educativo, los árabes empezaron a tener en cuenta el pensamiento racional moderno, lo que contribuyó al despertar de la conciencia nacional, que tuvo su centro activo en El Cairo y luego se propagó por Siria (Damasco, Alepo) y Líbano (Beirut). Los esfuerzos de los intelectuales árabes en general –y de los cristianos libaneses en particular- para traducir las obras extranjeras y difundir la producción literaria artística o enciclopédica, ayudó a despertar la conciencia árabe y a consolidar un movimiento nacionalista llamado arabismo, que trató de separar el idioma árabe de la esfera religiosa para transformarlo en un elemento de unidad cultural entre los diferentes pueblos y comunidades religiosas de Oriente Medio y avanzar en la modernización social y política.
Entre los nombres más conocidos de esta élite fundadora de la corriente modernista del pensamiento árabe están los de Ali Mubarak, Rifa’a Tahtawi, Jeir Eddin, Abd el Rahman el-Kawakibi, Butros el-Bustani, Nasif e Ibrahim el-Yazgi. Sin embargo, las ideas de la modernidad de la nueva élite intelectual, de mayoría cristiana, y la introducción de la cultura occidental, muy diferente a la cultura árabe (sobre todo por los cambios en la situación de las mujeres, que empezaron a imitar a las francesas en el vestir y en el modo de relacionarse con los varónes), hizo que la mayoría de los intelectuales musulmanes antioccidentales (los ulemas y los clérigos Muhammad Abduh, Jamal Al-din Afghani) comenzaran a defender la unificación musulmana en torno a la figura del sultán otomano, reclamando a la vez reformas políticas para obtener mayor autonomía. No obstante, tras cerca de cuatro siglos de dominación otomana, los pueblos árabes sometidos al Imperio turco tuvieron dificultad para imaginarse a sí mismos como un Estado independiente.
En el desarrollo del pensamiento nacionalista se llegó a conjugar los principios del Islam con las aspiraciones de libertad e igualdad, de una organización social-política moderna, dando mayor valor al patrimonio cultural árabe (lengua, historia, tradiciones comunes). Esta fusión o convergencia llevó a la fundación de nuevos partidos, liderados por políticos e intelectuales que promovían la educación política con el fin de que la sociedad árabe luchase para independizarse del Imperio Otomano. Los periódicos desempeñaron un papel clave en la difusión de tales ideas, entre los que pueden mencionarse Al Ahram (fundado por el libanés Salim Taqla), La Liga Islámica (Antun Farah), Misr (fundado por Adib Ishaq) y la revista La nación árabe, editada por Chakib Arsalan. La prensa tuvo un papel muy importante para transmitir a los sectores populares las ideas nacionalistas como una unión de lo político y lo religioso, apoyando el despertar de la conciencia de la sociedad árabe. Sin embargo, en los últimos años de la década de 1870, el gobierno otomano empezó a tomar medidas para controlar la prensa, aplicando una rígida censura durante el reinado del sultán Abdul Hamid II (1876-1909). Muchos periodistas e intelectuales decidieron entonces abandonar Siria y Líbano y se marcharon a Egipto, donde había mayor libertad de prensa; esta emigración dio impulso a la publicación de periódicos en El Cairo y Alejandría y así, en los años finales del siglo XIX, se editarían en Egipto más de ciento sesenta periódicos y revistas.
También los estudiantes que habían realizado estudios superiores en algunos países occidentales publicaron una serie de ensayos, novelas, poemas y diarios donde se difundían estas ideas nacionalistas en un lenguaje sencillo y comprensible para las clases más humildes, con el fin de que tomasen conciencia y contribuyesen a la lucha por una identidad árabe independiente.
En la primera década del siglo XX nacieron las primeras asociaciones árabes que defendían la descentralización política, tales como Qabhtaniyia (1909), Al-fatat (1911), Al-áhd (1914). Fueron organizaciones secretas, vinculadas a la francmasonería y contaron entre sus miembros a elementos de la pequeña burguesía urbana así como a militares nacionalistas. Por esa época, en que ya se venían produciendo los movimientos migratorios en gran escala desde Siria y Líbano hacia América Latina (más destacadamente a partir de finales del siglo XIX), las colonias árabes establecidas en diferentes países, trabajaron mucho a favor de la difusión de la cultura árabe y del nacionalismo árabe mediante los periódicos y revistas que fundaron.
Primera Guerra Mundial y caída del Imperio Turco
En 1914, el Imperio Otomano y Alemania se enfrentaron en la primera guerra mundial contra los aliados Francia, Gran Bretaña y Rusia. Esta guerra ocasionó una gran pobreza en la mayor parte del territorio sirio-libanés, en especial cuando el califa Mehmed V ordenó a todos sus habitantes hacer el servicio militar en su condición de súbditos del Imperio islámico. Esto también provocaría la salida de sus territorios de muchos sirios y libaneses con sus familias, huyendo del reclutamiento. En 1915, además del control turco sobre la producción agrícola, surgieron otros problemas como las plagas (la langosta) y enfermedades (viruela y tifus), agravando la situación económica del pueblo sirio-libanés. En 1916 el gobierno turco exigió a todos los campesinos información sobre las necesidades de consumo alimentario de sus respectivas familias en un periodo de seis meses; pero sirvió para que el resto de la producción fuese acaparado por el gobierno, con el pretexto del servicio a la patria. Además, a los comerciantes se les obligó a entregar mercancías y a los farmacéuticos, medicinas. Otra dificultad se planteó con la falta de medios de transporte, ya que el gobierno turco se apropió de casi todos los animales de carga para usarlos en la guerra. En zonas como Monte Líbano el desabastecimiento de pan fue notorio, sumándose luego muchos otros productos.
Esta situación fue acompañada de cambios poblacionales; en el caso de Siria y del Líbano, el aumento demográfico ya se produjo con la llegada de armenios que habían escapado de la masacre turca (1909), pero fue compensado por la emigración de muchos sirios y libaneses a América del norte y del sur, y a al oeste de África; en el caso de Líbano, la emigración fue importante, pues hacia 1914 se registró la salida de cerca de 300 mil personas.
La situación interna de los países árabes propició la rebelión contra los otomanos en 1916, liderados por Husein, el jerife de La Meca, apoyado por los británicos con el fin de crear un Estado árabe unificado desde Alepo en Siria hasta Adén en el Yemen. Así, el movimiento antiturco, dirigido por Husein, fue en gran parte alentado por los propios europeos, interesados en derrotar a los otomanos en la Primera Guerra Mundial. El interés de las potencias europeas no era sólo militar o estratégico sino también económico, ya que buscaban controlar las rutas comerciales internacionales que atravesaban el mundo árabe, aún sometido al gobierno otomano. Al estallar la Primera Guerra Mundial, Francia y Gran Bretaña trataron, teóricamente, de ayudar a los árabes a conseguir la independencia, pero en forma secreta planearon la división de los estados árabes mediante los acuerdos Sykes-Picot, de 1916; en ellos se determinaba que Gran Bretaña sería responsable de Irak y Palestina y Francia de Siria y Líbano, lo que se formalizaría a través de los “mandatos” otorgados por la Sociedad de Naciones en 1922 , después de ser derrotados los turcos por los países aliados.
En 1918 los aliados ocuparon Siria y Líbano; en el primero de estos territorios se había impuesto desde ese año la autoridad de Faysal, hijo del antes citado jerife de la Meca, con el apoyo de los nacionalistas sirios, pero Francia lograría destronarlo. En compensación, los británicos nombraron a Faysal rey de Irak en 1921, manteniendo los ingleses el dominio sobre este país durante la década siguiente.
Sin embargo, no fue total la armonía de intereses entre las potencias imperiales y los nacionalistas locales y así, hacia la década de 1930, las sociedades árabes estaban experimentando profundos cambios que con el tiempo incidirían en la evolución política posterior.
En síntesis, en el periodo que va de 1918 a 1939 los franceses y británicos afirmaron su dominio del comercio y producción en Siria y Líbano. Sin embargo, los terratenientes y comerciantes locales pretendieron ejercer mayor control sobre estas actividades en beneficio de sus intereses. Por otra parte, las nuevas generaciones de jóvenes con instrucción aspiraban a convertirse en funcionarios del gobierno. Según Hourani, tales circunstancias favorecieron los movimientos de oposición al dominio extranjero que comenzaron en esta etapa, aunque aún carecían de una organización política sólida como para consolidar los reclamos nacionalistas. Sin embargo, el desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial marcaría el inicio de un proceso que finalmente fue a desembocar en la independencia de los territorios bajo el mandato. Un hecho fundamental fue la derrota de Francia en 1940 y el deterioro de su situación económica, quedando debilitada su posición, lo que en los países árabes alentó las expectativas nacionalistas.
Conclusión
En conclusión, la historia de los libaneses durante el dominio otomano se caracterizó por unas circunstancias difíciles. Esto se originó en las circunstancias políticas y religiosas, a raíz de las reformas turcas que se realizaron en el siglo XIX bajo la presión de las potencias europeas, que provocaron el descontento en las diferentes comunidades religiosas, tanto cristianas como musulmanas, aunque por diferentes motivos. Una excepción fueron los suníes, que tenían el favor del gobierno otomano. Los conflictos religiosos (el de Monte Líbano en 1860 y otros), la obligación del servicio militar, las dificultades de los campesinos agricultores y la ola de migraciones internacionales que difundieron la promesa de “hacer la América”) causaron la emigración de sirios y libaneses (y otros grupos nacionales del Medio Oriente, en menor cantidad), que llegaron a formar colonias numerosas en varios países latinoamericanos.
Por otro lado, la primera guerra mundial supuso un periodo de pobreza y hambruna para el pueblo libanés, sumado a ello está el hecho de que fueron obligados a realizar servicio militar a favor del imperio Otomano, causando que muchas familias quedaran sin padres e hijos, siendo esta una detonante para una emigración masiva que se mantendría hasta finales del siglo XX.
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