Origen De La Expresión Romana 'Poner La Mano En El Fuego'
«Pongo la mano en el fuego», por fulanita, por menganito, por el secretario, por la tesorera del partido… Una sentencia que se está haciendo habitual en la crónica política actual, salpicada de casos de corrupción un día sí y al otro también. Me da a mí que, de ofrecerse braseros para cumplir de verdad con su palabra, seguiría oliendo a chamusquina, pero muy poco a carne quemada.
¿Y cuál es el origen de una expresión tan pontente? Poner la mano en el fuego por algo significa avalarlo, garantizarlo; «asegurar la verdad y certeza de algo», nos dice el DLE. En realidad no se pone la mano en el fuego «por alguien», sino por algo, «por la inocencia de ese alguien». Y en ese sentido recogía ya Covarrubias, en su Tesoro de la lengua, el significado de esta paremia a principios del siglo XVII: «jurar con seguridad».
Pero vayamos al origen. Se trata de una frase hecha que se remonta a los actos de Cayo Mucio Escévola, personaje destacado de los tiempos arcaicos de Roma, uno de aquellos héroes cívicos y patriotas que cimentaron la República. Ya hablé aquí de Cincinato. Pues veamos ahora quién era este Gaius Mucius Scaevola.
«Escévola», es un cognomen, un apellido/apodo, que proviene del adjetivo scaevus -a -um, ‘zurdo`, ‘siniestro’. Cayo se ganó el apelativo por su arrojo y valentía, ya que dejó quemar su mano derecha en el fuego para demostrar su amor a Roma. Desde entonces, su nombre quedó ligado al honor patriótico y a la defensa de los valores de un buen soldado.
Mucius Scaevola ante Porsenna, por Giovanni Antonio Pellegrini (1706-1708)
Era el año 508 a.c.. Por aquel entonces, Lars Porsena, rey de la ciudad etrusca de Clusium, había movilizado contra la recién nacida República romana un gran ejército confederado con tropas procedentes de toda Etruria. Lo había hecho a instancias de Tarquinio, el último rey de Roma, que, tras ser expulsado por sus súbditos, vivía exiliado en Clusium. Era, este, su segundo intento de hacerse otra vez con el poder en su antigua ciudad.
Porsena intentó pillar a los romanos por sorpresa, pero falló, y luego fue incapaz de tomar la ciudad al asalto. Como tenía fuerzas militares suficientes, decidió comenzar un asedio. Los romanos se vieron incapaces de romper aquel sitio, y los víveres y recursos se fueron agotando con el paso del tiempo. Conforme se extendía el hambre y la enfermedad, la población se fue desesperando cada vez más.
Ante el funesto panorama, y viendo que eran incapaces de vencer en combate a los etruscos, los jóvenes romanos decidieron recurrir a medidas desesperadas: reunidos todos en un lugar, se conjuraron para asesinar a Porsena. Como eran conscientes de la dificultad de llevar a cabo aquella misión, si uno fallaba, otro lo seguiría, y así sucesivamente, hasta el último de los suyos. Fue un juramento solemne. Despues, hicieron un sorteo y le tocó en suerte a Cayo Mucio intentarlo el primero.
Poner la mano en el fuego, literalmente. Presto a cumplir su misión, el joven patricio se presentó antes al Senado para avisar de sus intenciones. No quería que lo confundiesen con un desertor. Luego, disfrazado con ropas etruscas, salió sigilosamente de la ciudad, cruzó el Tíber y se infiltró en el campamento enemigo.
Una vez en los reales de Porsena, la impaciencia del joven jugó en su contra. Temiendo ser descubierto si se demoraba demasiado, confundió al rey con uno de su comitiva. Como no conocía los usos etruscos, se precipitó contra el primer purpurado que vio y lo hirió de muerte. Pero resultó ser un consejero.
Los guardias detuvieron a Mucio de inmediato y lo condujeron ante Porsena. El rey quería interrogarlo personalmente. Quería saber cómo había logrado introducirse hasta allí y quién más lo acompañaba. Y sonsacarle cualquier otra información que pudiera utilizar contra los romanos. Amenazó a Mucio con quemarlo vivo si no le informaba al detalla de lo que sucedía en Roma.
El joven no se dejó amedrantar. Para demostrar el poco temor que le provocaban las amenazas, se acercó a uno de los braseros de la estancia y, ante la sorpresa de todos, él mismo introdujo su mano derecha entre las brasas. Mientras el fuego consumía su carne, habló, impávido, a los presentes: «Poca cosa es el cuerpo, para quien sólo aspira a la gloria». Castigaba también, de ese modo, la mano que había fallado en su cometido.
Porsena, admirado ante aquel coraje, decidió perdonarle la vida. «Vete —le dijo— que mayor crueldad has usado contra ti que contra mí». Mucio, agradecido por el gesto del rey, le confesó voluntariamente lo que no le habrían arrancado por la fuerza: que los jóvenes de Roma se habían conjurado contra él y que otros 300 como él aguardan su turno para matarlo si él fallaba. Algunos podían estar ya infiltrados u ocultos en las cercanías del campamento. Porsena tomó por ciertas aquellas palabras y, viéndose tan amenazado, decidió levantar el sitio. Parlamentó con los romanos y, a cambio de unos rehenes, retiró sus tropas y puso fin a la guerra.
Cayo Mucio fue recibido en la Urbe como un héroe, y a partir de entonces se le añadió el nombre de Scaevola. Se le recompensó con unos prados detrás del Tíber y se levantó una estatua en su honor.
Evidentemente, se trata de un ejemplo temprano de propaganda de guerra. El propio padre Feijoo, en su Teatro Crítico Universal, advirtió que la misma historia la contaba un tal Agatharcides Samio de un atenienses llamado Agesilao, que intentó matatar a Jerjes pero lo confundió con uno de su comitiva. Puso después la mano en el fuego como Escévola, y le dijo al Gran Rey palabras muy parecidas a las que aparecen en la leyenda latina.
Fuentes
- ASIMOV, I: La República romana, Alianza Editorial, Madrid, 2011
- MONTANELLI, I: Historia de Roma, Debolsillo, 1916
- PASTOR, B: Breve historia de la antigua Roma. Monarquía y República, Nowtilus, 2008
- Javier G. Alcaraván (@iaberius). Este artículo lo he publicado también en Steemit.
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