Atención A La Intimidad, Un Trabajo No Remunerado

Estamos inmersos en un mundo donde gran parte de las relaciones sociales se desarrollan en espacios virtuales. Estas se encuentran ordenadas por una serie de reglas que guían nuestras interacciones con otros y que aceptamos sin siquiera poder ver su verdadera estructura. Estamos, afirma Van Dijk (2016) en una verdadera cultura de la conectividad, nuestra socialización está moldeada por las plataformas en las que nos hemos registrado y usamos día a día. A su vez, estas nos proponen lenguajes, distintos tipos de intercambio entre usuarios, representaciones del mundo, la posibilidad de crear un mundo “a la carta” eligiendo a quién seguir y quién puede seguirme, de quién quiero ver los posteos y recibir notificaciones y más. Quisiéramos creer que es un depósito de nuestros intereses y un servicio gratuito, que en verdad solo vemos lo que hacen nuestros amigos y que tenemos el control sobre toda nuestra cuenta. Podríamos decir que algo de esto es verdad, pero hay una parte de la que no somos conscientes y es que estamos trabajando para estas plataformas. En el este ensayo, intentaremos dar cuenta de qué es lo que estamos vendiendo y por qué dirigimos nuestra atención hacia la intimidad. Comenzaremos situándonos en el contexto mediático en el que vivimos para luego analizar nuestro lugar de consumidores de redes.

El surgimiento de los medios de comunicación de masas en la primera mitad del siglo XX suscitó las más diversas reacciones, entre ellas dos muy bien definidas: la apocalíptica o la integrada (Eco, 1984). Los medios masivos, para algunos, representaban la destrucción de la alta cultura mientras que para otros suponía un progreso social. El acceso a la información se facilitó y agilizó, en otras palabras, se democratizó. Hacia 1900, los medios con base en internet despertaron, como era de esperarse, cierta visión apocalíptica que pregonaba que los medios masivos iban a ser desplazados por los digitales. Hoy vemos que ambos sistemas de medios: de masas y las redes, convergieron, es decir, los soportes, productos, lógicas de emisión y consumo de las industrias info-comunicacionales se homogeneizaron (Becerra, 2015). Estos cambios nos llevaron a replantearnos el lugar de los medios masivos como proveedores únicos de información, la lógica de la validación del estatuto de los enunciadores y la circulación del sentido que se desplegaba entre ambos sistemas de medios, masivos y digitales. Las redes digitales potenciaron instancias de comunicación que ya existían, ampliaron sus espacios y aceleraron el tiempo de los intercambios comunicacionales. La movilidad de la comunicación: pasar del cara a cara y el living con la radio y la televisión a la calle con el mundo entero dentro de un bolsillo, supuso el nacimiento de nuevas prácticas sociales, nuevas instancias de producción y consumo que eran inimaginables y pintaban un futuro plagado de incertidumbre.

Es importante traer a término que los medios y la comunicación son fenómenos sociales que se moldean por la cultura y el tiempo histórico en que se desenvuelven. Eliseo Verón (1997), definía a un medio de comunicación como un dispositivo de producción de mensajes asociado a determinadas condiciones de producción y modalidades de recepción. Es decir, una tecnología es nada sino el uso que se hace de ella. Por eso, entender el comportamiento humano que se gesta alrededor de una tecnología es crucial para comprender por qué la gente lo usa. Los medios con base en internet, se insertaron en nuestra vida y le dimos un lugar en nuestra lista de “tareas” cotidianas. Mediante el uso le otorgamos un sentido y este respondió a las expectativas que las empresas capitalistas dueñas de estas plataformas tenían sobre el comportamiento de sus consumidores. En la era digital, los consumidores devinieron en productores cuyas creaciones fueron, en palabras de Sibilla (2008) “(…) capturada[s] sistemáticamente por los tentáculos del mercado, que atizan como nunca esas fuerzas vitales, pero, al mismo tiempo, no cesan de transformarlas en mercancía.”. Hoy, con esta lógica de mercado ya instaurada le facilitamos a la plataforma la creación de situaciones de venta al enterarse de nuestros intereses, con quién estamos, cuánto tiempo y en qué lugar. Es un ojo en el cielo que responde a la dinámica del panóptico, sabemos que nos están mirando, pero no sabemos desde dónde ni quiénes son. En su texto, Van Dijk (2016), define a la conectividad como un recurso valioso. Gracias a ella el flujo de información se mantiene constante dejando en la red las huellas de nuestros comportamientos, relaciones sociales y preferencias. A partir de estos rastros que dejamos -los clics y el tiempo de conexión- manipulan nuestra conducta y además, nosotros, como buenos individuos “disciplinados” contribuimos a ese control.

En una primera instancia, las redes proponen una forma de interacción inicial y luego va mutando en respuesta a cómo recibieron las personas esa dinámica de comunicación. Lo que supieron entender las corporaciones dueñas de los medios digitales fue el sentido que como consumidores le otorgábamos a esas plataformas. En otras palabras, este sentido devino en mercancía de un intercambio comercial en que somos partícipes sin obtener nada a cambio. Podríamos atrevernos a definirlo como un tipo de trabajo porque estamos invirtiendo nuestro tiempo de vida en estar conectados y no recibimos ningún tipo de remuneración. Como usuarios tenemos la necesidad de estar en las redes porque si no, no existimos y no nos enteramos de “lo que tenemos que saber”. Monetizan nuestro móvil a usar las redes. Monetizan nuestro tiempo, nuestra atención en algo que moviliza a todos los seres humanos: el placer de atestiguar la intimidad de otros.

Ahora bien ¿por qué la intimidad? En la instancia de su producción y exposición es evidente la potencialidad de mercado que tuvo, aquellas intimidades más atrapantes tienen un alto poder social, poseen muchos seguidores que quieren saber y ser como ellas. Por el lado de su recepción, se refleja el placer de poder ver aunque sea algo de la intimidad del otro. Por supuesto es una intimidad controlada o fragmentada, nuestra personalidad se divide entre el mundo virtual y material y nunca una red podrá ser una copia fiel de la realidad sino solo una representación, pero en fin, hay algo de una intimidad expuesta. Y la consumimos porque encarnamos al famoso voyeur, aquel que mira sin que el otro sepa que está siendo mirado; y también porque hay una cuota de identificación o representación de nuestros deseos en la intimidad que “espiamos”. La intimidad supone mostrar aquello que sucede detrás de las puertas y ventanas, aquello a lo que no tenemos acceso. La atención del ser humano se potencia en eso que no puede o no suele ser expuesto a los ojos de todos. Las empresas de las redes monetizan entonces la intimidad en su instancia de producción y también en recepción, con la atención que los usuarios dan a la misma. Podríamos decir entonces, que nuestra atención deja las huellas que se convertirán en una situación de venta.

Para concluir, podemos decir que estamos viviendo en un sistema económico de la cultura digital que capitaliza con nuestro tiempo de conexión. Hemos intentado relacionar la atención que invertimos en las redes con un producto que seduce constantemente al usuario: la intimidad. Y este consumo es un contrato de trabajo basado en una relación unidireccional con el empleador, entregamos “ciegamente” nuestro tiempo por acceder a la vida íntima de las personas sin remuneración alguna. Si bien no podríamos negar las posibilidades que abrieron las redes, desde democratizar la participación y el debate en la esfera pública hasta comunicarnos en segundos al otro lado del mundo, es verdad que la estructura que subyace en el funcionamiento de las plataformas es para nosotros un gran interrogante. Cómo es administrada nuestra información, quizás nunca lo sepamos, mientras tanto, nosotros estamos prestando atención a las fotos del día que subió una compañera del trabajo.  

21 Jun 2021
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