El Problema De La Verdad Y De Los Criterios De Verdad
EL PROBLEMA CRÍTICO DEL CONOCIMIENTO
El ser humano cree de forma espontánea en la realidad de lo que conoce; esto supone que nuestro conocimiento responde a una realidad objetiva que representamos y reproducimos.
La experiencia inmediata de nuestros sentidos (vista, tacto, oído, etc.) suele ser un testimonio indudable de verdad, como lo es para nosotros la coherencia de nuestros pensamientos cuando se asientan en fundamentos indudables. Nuestra conciencia espontánea cree en la verdad fundamental del conocimiento, aunque no excluya la posibilidad accidental de caer en el error.
En su obra El Criterio, Jaime Balmes sostiene certeramente que “el pensar bien consiste: o en conocer la verdad o en dirigir el entendimiento por el camino que conduce a la misma”. En su sentido primario o lógico, podemos entender la verdad como una propiedad de ciertos juicios por la cual los mismos se ajustan a la realidad. Este sentido de verdad se constituye como la base de un sentido más amplio y trascendental que ofrece la verdad ontológica, que los filósofos definen como el propio ser de las cosas en cuanto pueden manifestarse a una inteligencia, o en cuanto son por ella cognoscibles. Balmes entenderá así mismo la verdad como la realidad de las cosas, es decir, “cuando conocemos las cosas tal y como son en sí, alcanzamos la verdad; de otra suerte, caemos en error”.
La verdad en aquel primer sentido se opone al error, el cual entendemos como la falta de adecuación de nuestra mente con la cosa; al igual que la verdad ontológica se opone a la nada. La vivencia del conocimiento en su presunta captación de la realidad produce en nosotros la certeza. Esta certeza corresponde a un estado de la mente por el que se produce en nosotros la adhesión plena a un juicio sin temor a errar. Como por todos es sabido y experimentado, no todo conocimiento humano tiene por compañera a la certeza, pues ésta requiere de un estado de la mente en el acto de conocer, que no encontramos ni en el caso de la duda y ni en el de la opinión.
En la duda, tendemos a vacilar entre diversos juicios, sin encontrar motivos claros que nos impulsan a considerar a uno como verdadero, y a otro como falso. Del mismo modo, en la opinión nos inclinamos por alguno de esos juicios, pero con el temor a errar. El hecho de que algunos de nuestros conocimientos se acompañen de certeza y otros de duda o de opinión, nos plantea el problema de si nuestras certezas poseerán un verdadero fundamento o si, por el contrario, nacerán de la pura subjetividad. En el caso de existir tal fundamento, será para nosotros de gran interés el poder llegar a conocer su origen y estructura.
Esta actitud crítica sobre el fundamento y los límites de nuestra certeza implica la posibilidad de la verdad (de esa adecuación de nuestra mente con la cosa), o, por lo menos, de la conciencia por nuestra parte de tal adecuación. Esto conlleva que el problema crítico del conocimiento ha de enfrentarse con dos objeciones que realizan una serie de sistemas filosóficos que se oponen a esa fe espontánea en la objetividad del conocimiento. Claramente, estamos hablando aquí tanto de la objeción escéptica como de la objeción idealista.
LA OBJECIÓN ESCÉPTICA
La palabra escepticismo proviene del griego sképtomai, que significa analizo o escudriño. El escéptico somete a examen y crítica cuantos motivos pueden llevar al estado de certeza, y acaba por concluir que tal estado carece de fundamento real y que el sujeto no puede estar de forma legitimada cierto de nada. El escéptico, no niega la verdad en el sentido de que puedan existir juicios que respondan a la realidad; niega sí la conciencia de la verdad y la seguridad de poseerla, que es lo que constituye la esencia de la certeza.
Estas objeciones son de diferentes géneros. Unas se apoyan en las variedades individuales de las facultades de conocimiento: lo que una persona ve como rojo otra lo ve como verde, etc. Otras, en la frecuencia de nuestros errores sensibles (ópticos, perceptivos, etc.). Otras se basan en la existencia de sueños, cuya realidad de desvanece al despertarnos. Si el origen de todos nuestros conocimientos radica en los sentidos y estos no son dignos de crédito, ¿cómo podremos fundamentar alguna certeza? Otras objeciones escépticas argumentan con la radical diferencia que existe entre la materia conocida y el espíritu cognoscente. Finalmente hay otras que dicen que el encadenamiento lógico de nuestros raciocinios no es apreciado igualmente por todas las personas, puesto que existen personas con problemas mentales que razonan de modo diferente.
En consecuencia, el escepticismo antiguo aconseja al sabio la abstención de toda afirmación o adhesión a la verdad de un juicio, por ser vana toda posibilidad de certeza, una actitud que – según ellos – conduce a una feliz y serena indiferencia del espíritu.
Descartes (s. XVII) utiliza en su Discurso del método estos argumentos escépticos con la intención de encontrar una verdad indudable que pueda servirle de fundamento para un sistema filosófico nuevo. Según él, sólo una verdad (el famoso cogito, ergo sum, “pienso, luego existo”) escapa a toda duda escéptica y produce en nosotros una certeza indestructible: que la existencia (indudable) del pensar revela en nosotros nuestra propia existencia. Sin embargo, este reconocimiento del puro pensamiento como primum cognitum conducirá a autores posteriores (Berkeley, Hegel) a la objeción idealista.
LA OBJECIÓN IDEALISTA
La filosofía moderna se encierra en la subjetividad del pensamiento como realidad primera e inmediata para escapar de la objeción escéptica, y pretende así justificar la certeza del pensamiento (Descartes). Ha habido, sin embargo, otros filósofos que niegan la existencia de cualquier otra realidad más allá del propio pensamiento. Según ellos, la creencia en un mundo exterior al espíritu es un supuesto gratuito e indemostrable, pues nadie puede salir de su propio pensamiento para comprobar esa realidad trans-subjetiva. Tal es la teoría idealista, para la cual no existe otro ser que el pensamiento: esse est percipi (ser es ser percibido).
Berkeley, empirista inglés del s. XVIII, llegó a esa conclusión bajo la forma de un idealismo psicológico, o individual: sólo admitía como realidades comprobables su propio pensamiento y él mismo como substancia pensante. Lo que llamamos realidad exterior es, para él, creación del pensamiento (tal como son los sueños). Hegel (s.XIX) llegó a la misma conclusión, pero bajo la forma de un idealismo lógico o trascendental. Es el espíritu absoluto, común a todo ser pensante racional, el creador de una realidad universal y de la historia a través de su evolución dialéctica.
CRÍTICA DE ESTAS OBJECIONES
San Agustín (s. IV) realizó una brillante refutación del escepticismo, doctrina que él mismo profesó durante algún tiempo en su juventud. “Quien sustenta que nada puede ser afirmado con certeza” -dice- “hace con esto una afirmación en la que se muestra cierto de algo: la imposibilidad de la certeza”.
A esta primera crítica podría contestar un escéptico que, en rigor, él no esta cierto de nada, y que su afirmación se limita a registrar este fenómeno, sin aducir otra cosa que la ausencia de razones para sustentar una certeza. San Agustín, sin embargo, perfecciona su argumentación: “por más que el pensar no lleve a la certeza, e incluso aunque el pensamiento sea aberrante, no puede dudarse de la duda misma, esto es de la existencia del pensamiento”.
El argumento cartesiano (cogito, ergo sum) deriva de esta crítica agustiniana al escepticismo. Pero, así como Descartes se queda en el puro pensamiento como única fuente de certeza pretendiendo deducir el ser del pensar, San Agustín, en cambio, descubre en el pensamiento la evidencia de las verdades eternas, que se imponen a la mente con la claridad objetiva de una iluminación exterior y superior al propio pensamiento.
Por otra parte, la objeción idealista resulta de un análisis psicológico insuficiente ya que no distingue en el fenómeno de conocimiento el acto de conocer del contenido del conocimiento. El acto es una de las diversas realizaciones dinámicas y temporales del espíritu, que se realiza según las leyes internas que lo rigen. En este sentido, el conocer es inmanente al espíritu y se explica a través de él. El contenido, en cambio, no puede ser explicado sin el concurso de otro factor exterior a él. El espíritu en cuanto cognoscente es pasivo y precisa de un determinante cognoscitivo procedente del mundo exterior que le permita salir de su indeterminación y actuar. El conocimiento, como acto inmanente, supone y exige una trascendencia determinante para que el contenido cognoscitivo pueda existir.
El filósofo alemán Francisco Brentano (1838-1917) se valió de una olvidada tesis aristotélica para demostrar la insuficiencia e irrealidad del idealismo filosófico. Se trata de la teoría de intencionalidad del fenómeno de conocimiento. Los hechos de conocimiento no se limitan a mostrar determinados aspectos cualitativos (colores, sonidos, etc.) o cuantitativos (tamaño, figura espacial, etc.); por el contrario, un profundo análisis de los mismos nos lleva a descubrir en ellos su carácter intencional (de intendere), referencial, por cuya virtud remiten a una realidad trascendente a ellos mismos. Todo pensamiento o toda volición son pensamientos o volición de algo. Interpretar el conocimiento como mero acto de conocer, y ver a éste como actividad inmanente del espíritu, es ignorar algo que el fenómeno de conocimiento presenta -su intencionalidad- como algo más primario y radical que sus diferentes aspectos expresivos de contenido.
EL CRITERIO DE VERDAD. LA EVIDENCIA OBJETIVA
La critica a las objeciones escéptica e idealista nos acerca a la solución del problema crítico del conocimiento. Si el conocimiento implica por sí mismo una inevitable referencia a la objetividad (intencionalidad), y si sobre las dudas del escepticismo predomina siempre la certeza del propio pensar, ha de buscarse el puente a través del cual el pensamiento alcanza esa indudable objetividad (trascendencia).
Ello nos conduce a la noción de evidencia, de uso habitual en el lenguaje humano. Ya hemos visto que la verdad (en su sentido primario) es una propiedad de los juicios por la cual éstos se adecuan con la realidad. Hemos visto también que la certeza es un estado del espíritu en función del cual nos adherimos a un juicio sin temor a errar. Diremos pues ahora que la evidencia es una especie de claridad con la que ciertos objetos se ofrecen a la mente provocando en ella el estado de certeza. Brentano distinguía entre juicios ciegos y juicios evidentes. Multitud de juicios de nuestra infancia -conocimientos inconexos y oscuros- se distinguen claramente de aquellos otros cuyo objeto nos aparece nítidamente por hallarse fundamentados en una evidencia.
Descartes y el racionalismo moderno definen esta evidencia como claridad y distinción en el propio pensamiento. Son claras aquellas ideas que nos aparecen perfectamente delimitadas de cuanto no es de ellas mismas; son distintas aquellas cuyas partes o elementos se diferencian nítidamente. Descartes, obligado por los principios filosóficos de que partió, al nos salir del puro pensamiento, que considera única realidad inmediata y por sí misma justificable, no reconoce otra evidencia fuera de la subjetiva, que es la característica de determinados pensamientos en su estructura ideal.
Pero la evidencia, como criterio de verdad, exige una fundamentación; esto es, un apoyo en la claridad del objeto intencional al que el pensamiento se refiere. Precisamente por esto, San Agustín iba más allá de la experiencia indubitable del propio pensar (su objeción al escepticismo) a través del descubrimiento de unas verdades objetivas y superiores -las verdades matemáticas, los primeros principios…- que se imponen al espíritu como verdades eternas, válidas por sí mismas y de origen divino. Sin necesidad de recurrir a esta teoría agustiniana de la iluminación divina del espíritu, debemos reconocer en la evidencia objetiva (fundamentada) criterio último de certeza.
Existen, ciertamente, certezas fundamentadas en la fe y también en una probabilidad razonable, pero el criterio definitivo que justifica la certeza característicamente humana radicará en esa evidencia objetiva que, por si misma, determina un juicio fundamentado y merecedor de adhesión firme.
CONCLUSIÓN: CONOCER Y SER
Podemos concluir que, dada la función receptiva del conocimiento, los sentidos se moldean sobre los datos sensibles, y la inteligencia sobre los elementos inteligibles, de tal modo que el alma es (o puede llegar a ser) en cierto modo todas las cosas, aproximándose así a Dios en quien todo preexiste. El conocimiento acaba por transformarse así en una forma más perfecta y compleja de ser: ser otro al propio tiempo que él mismo.
Todo ser posee una forma substancial propia que determina en él sus perfecciones y sus tendencias ciegas e innatas. El ser cognoscente es, además, capaz de asimilar, por vía intencional, las formas de otros seres que determinan en él nuevas perfecciones y formas superiores de tendencia. Y, en fin, la capacidad de reflexión engendra en el entendimiento la conciencia de la verdad del juicio (ese descansar en la certeza) a través de la evidencia objetiva. Porque, como dice Santo Tomás, “puede (el espíritu) descansar en la posesión cierta de la verdad cuando, reflexionando sobre el juicio y comparándolo con el dato percibido, se da cuenta de que aquello que afirma corresponde con aquello que es”.
BIBLIOGRAFÍA
- Gambra, R. (2014). Historia sencilla de la Filosofía. Madrid: Rialp.
- Morente Manuel García. (2010). Lecciones preliminares de filosofía. México: Epoca
- Balmes, J. L. (1986). El criterio. Madrid: Espase-Calpe.
- Aquino Tomás de, González Ángel Luis, & Fernando Sellés Dauder Juan. (2003). De veritate. Pamplona: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra.