Evolución de Gobernanza, Derechos Humanos y el Estado Mexicano
En el ensayo sobre la forma de gobierno en México se discuten los temas de la diferencia entre los términos de gobernabilidad y gobernanza, sus análisis histórico, desarrollo de la democracia y evolución del sistema política durante los presidentes diferentes mexicanos.
Toda reflexión sobre el Estado indefectiblemente implica el análisis de un elemento institucional de conducción dirigencial que de forma inexacta se ha entendido como sinónimo del mismo: el gobierno. Si bien, a lo largo de la historia, el poder del aparato administrativo del Estado tuvo un peso relevante por el monopolio de funciones y responsabilidades que se le atribuía, hoy en día la gestión pública ha evolucionado a partir de modernas exigencias sociales; la participación de actores no gubernamentales en la creación e implementación de políticas públicas; el adelgazamiento de la estructura de la administración burocrática; el surgimiento de la nueva gestión; y la fractura de la idea de antaño que comprendía al gobierno como el único agente rector capaz de dar satisfacción a las necesidades del cuerpo social.
Inmerso en los hechos, el ser humano individual y colectivamente es producto de las transformaciones paulatinas de nuestro entorno que se originan a partir de los eventos históricos. El innevitable transcurso del tiempo moldea la forma de los rostros y de las sociedades. El ser humano, como ser social y núcleo de la sociedad misma, requiere de la convivencia pacífica para su supervivencia en una comunidad ordenada. El Estado, en la gellneriana definición de “institución o conjunto de instituciones relacionadas con la conservación del orden”, ha sufrido distintas modificaciones a lo largo del transcurso histórico que apuntan a lo que hoy en día teóricamente es y debería ser esta entidad de organización política.
La evolución del Estado mexicano durante las últimas tres décadas del siglo XX transformó lentamente el régimen de partido único, sembrando en los ciudadanos la posibilidad de establecer un verdadero Estado de derecho; alcanzar la democracia como un estilo de vida, es decir, como una forma de vivir cuyas bases fueran el respeto a la dignidad humana, la libertad y los derechos de la totalidad; concretizar la esperanza puesta en la erradicación de las desigualdades; lograr la instauración de garantías para los derechos humanos; y estructurar con ello una nueva forma de gestión pública que sugiriera la solución de los problemas sociales por medio de la renovación de la organización, dirección y operación de la administración pública.
En esta transformación, el Estado logró ciertas reformas gracias a la aparición de nuevos conceptos en la teoría de la ciencia política. Gobernabilidad y gobernanza formaron una mancuerna que estableció una innovadora manera de dar solución a los problemas políticos, económicos y sociales. El nuevo discurso incluyó en su estructura la teoría de redes, la capacidad gubernamental de respuesta ante los conflictos y la coherencia entre los actores y los recursos destinados a resolverlos.
En medio un mundo moderno y de un globo interconectado, los términos gobernabilidad y gobernanza conviven con la intención de redefinir la connotación general de la institución estatal en México. Gobernabilidad y gobernanza forman una dualidad conceptual inmersa en el cambiante lenguaje político.
Durante siglos, la voz gobernanza hacía referencia a su equivalente, el gobierno, siendo entendida simplemente como “la cualidad de gobernable”. En la actualidad, la influencia de la globalización y la fuerza de las organizaciones político-económicas internacionales han modificado la acepción de dicha palabra, incluyendo en su concepción la variedad de actores y procesos existentes para la toma de decisiones políticas y las diversas formas de gestión de los asuntos públicos. De esta forma, la gobernanza actualmente adquiere un significado distinto, entendiéndolo como una manera de gobernar cuyo objetivo es alcanzar un desarrollo económico, social e institucional que pueda perdurar; de igual forma, se debe velar por la promoción de un equilibrio entre la sociedad civil, la sana economía y el Estado.
Tratar de comprender el origen de gobernabilidad y gobernanza conlleva a definir el elemento principal del que derivan: El gobierno es un sustantivo que en su significado simplista se refiere al acto de gobernar. Lo anterior hace referencia a las acciones de regir y dirigir un cuerpo social hacia una meta predeterminada. Para alcanzar el fin del gobierno en las sociedades estatales se requiere del ejercicio del poder político legítimamente establecido dentro de un marco jurídico. Sumada a las acciones, es necesario incluir la presencia de aquellos que tienen la competencia formal en la acción misma de gobernar.
Se ha entendido que gobernar es el arte de conducir a la sociedad, mientras que la gobernabilidad puede ser traducida como la cualidad de conducción legítima de un gobierno. En ese mismo sentido, la gobernanza hace referencia a lo que realizan corresponsablemente los ciudadanos y los elementos gubernamentales para hacer frente a lo que se considera asuntos de gobierno. En este equilibrio, las soluciones no solamente competen al ámbito técnico, sino que las respuestas a las demandas se construyen a partir del lenguaje social, esto quiere decir, a través de la cohesión de la sociedad y la autoridad. En El Estado y la sociedad civil en la gobernanza moderna, la socióloga alemana, Renate Mayntz, describe con claridad el concepto de gobernanza en la era de la modernidad:
La gobernanza moderna se refiere a un nuevo modo de gobernar, conforme al cual, en la formulación y aplicación de políticas públicas no sólo participan las autoridades, sino también las organizaciones privadas. En la gobernanza moderna, Estado y sociedad civil cooperan entre sí.
La gobernanza cambió radicalmente el entendimiento de los asuntos competentes a la administración pública. Aunque inicialmente este término estaba encauzado al análisis de los actos directivos de la autoridad política, ahora su interés no descansa en la detentación de las responsabilidades de manera piramidal, como lo escribe Mayntz. La jerarquía de control se diluye en “el nuevo modo de gobernar”. El modelo de cooperación gubernamental enfatiza la necesidad de replantear el encargo del gobierno como único medio para la realización de políticas públicas.
Para la consolidación de la gobernanza y la gobernabilidad como términos concretos fue necesaria la injerencia de diversas reflexiones surgidas a partir del papel que jugó el Estado durante el complejo siglo XX con relación a la correspondencia entre sociedad y gobierno. Es por esta razón que es indispensable realizar un análisis histórico que refleje la evolución de dichos conceptos en nuestro país y el mundo.
A comienzos del siglo XX, México dio sus primeros pasos enredado en la Revolución mexicana cuya incumplida finalidad mitificadora fue la instauración de una democracia después de que el país viviera varios lustros atado a la dictadura.
La culminación del proceso armado interno conllevó a la construcción de un sistema jurídico que transfiguró la noción de los derechos de los ciudadanos. Por primera vez en la historia universal un ordenamiento jurídico incluyó los derechos económicos, sociales y culturales como su eje transversal. Siguiendo la línea, la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos se fundaría en el liberalismo social mexicano, mismo que se comprendió como una corriente de pensamiento y acción enrraizada en la historia de México que brindaba medidas para dar eficiencia al Estado, mas evitaba los abusos del mismo en materia económica.
Los intangibles ideales revolucionarios tomarían consistencia política hasta el año 1929 con la fundación del Partido Nacional Revolucionario. Contradiciendo el fin primordial de la Revolución, el régimen político que se asentó en nuestro país tuvo desde sus primeros años la intención de permanecer en el poder. Años después, bajo el nombre de Partido de la Revolución Mexicana, el sexenio de Cárdenas se planteó como objetivo concretizar en la realidad nacional los derechos sociales producto de la Constitución de 1917 y el liberalismo social mexicano.
El presidente Cárdenas se guió a través de una economía intervencionista en la que el Estado estaba obligado a brindar seguridad económica. Se crearon programas que promovían la empresa nacional, la protección a los campesinos a través del ejido, el fortalecimiento del sector social y se incluyó en la Constitución el Plan Sexeneal, mismo que años después evolucionó en un sistema de planeación democrática del desarrollo nacional.
La planeación democrática del desarrollo nacional colocó los cimientos en papel que antecedieron la participación de la sociedad para la estructuración de políticas públicas, factor elemental de la gobernanza. A pesar de lo dictado en la Constitución, durante años, la fuerza del Estado mexicano se resumió en un solo hombre: el Presidente de la República. En este sentido, la democracia no era más que un anhelo eterno; los derechos fundamentales consagrados en la Constitución fueron (en algunos casos) no más que un ornamento jurídico; y las libertades individuales estaban subordinadas al criterio presidencial.
En el ámbito latinoamericano, durante la primera mitad del siglo XX, las dictaduras perseguían a los disidentes hasta matarlos. Los regímenes totalitarios y autoritarios de Latinoamérica prefirieron el silencio apoyado en el terror como base que sostenía el poder político. Así, la detentación del poder se convertiría en una obsesión enfermiza que eliminaba al opositor, el Estado era verdaderamente el detentador del monopolio de la violencia física desmedida. Las democracias representativas deformarían sus intenciones dando mayor peso al interés de unos cuantos antes que al progreso y la estabilidad de la mayoría.
Pese a no haber sido una dictadura policiaca ni coaccionaria, el PRI se consolidó como un régimen autoritario cuya estructura partidista se asentó en las bases de la administración pública de los tres ámbitos gubernamentales, el Congreso de la Unión y las instituciones.
A nivel internacional, después de la segunda etapa de la Gran Guerra, el futuro daba la impresión de ser un sitio obscuro para la raza humana. La aparición de la Organización de las Naciones Unidas y la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948 fue producto de un largo periodo de reflexión frente a los hechos y las catástrofes acontecidos en la primera mitad de ese caótico torbellino que fue el siglo XX. Como consecuencia de esa reflexión se emprendería la búsqueda por la limitación del poder estatal bajo la lupa de una comunidad internacional que velaría por la protección y garantía de los derechos humanos, mismos que ocasionarían el reforzamiento del concepto occidental de dignidad como el valor intrínseco del ser humano, fundamentando con éste los derechos humanos de primera, segunda y tercera generación.
A partir de los años 50, México tuvo dos sexenios desarrollistas, dos sexenios populistas y tres neoliberales. El periodo presidencial de Gustavo Díaz Ordaz representó el inicio de la caída del régimen priista. Las circunstancias internacionales que generaba la Guerra Fría tensionaban los gobiernos de los países en vías de desarrollo. Ante la amenaza del comunismo, el presidente Díaz Ordaz optó por la mano dura para hacer frente a la “rebeldía” de las juventudes mexicanas. Esa decisión presidencial desembocó en una tragedia social cuyo reflejo se contempló como la crisis política con la que comenzaría el desgajamiento del régimen.
El movimiento estudiantil de 1968 se tradujo en un evento de fractura política en México, la última etapa histórica en la que el régimen priista mantuvo un marcado control estatal alimentado por una coercionada legitimidad. Al respecto, Héctor Aguilar Camín escribe en su ensayo Democracia y neoliberalismo:
1968 es la fecha en que las nuevas clases medias creadas por el régimen posrevolucionario rompen con él. Chocan los hijos de la modernización -los estudiantes universitarios de la capital- con el símbolo mayor de la revolución institucionalizada: el presidente de la República. Se abre entre la sociedad y el gobierno una fisura moral que no cesará de manifestarse desde entonces.
Esa fisura moral paulatinamente se transformó en el deterioro de la autoridad política. En medio de la crisis social a principios de la década de 1970, Luis Echeverría se propuso regenerar el Estado mexicano a través de un gobierno benefactor que fue catalogado como populista.
La política económica echeverrista consagró la idea de un presidente aún más poderoso, pues la economía se manejaba “desde Los Pinos”. El gasto público se destinó -en su gran mayoría- a gasto social e inversión improductiva. Las decisiones políticas, aunadas a los aún vivos movimientos sociales, llevaron a nuestro país a una crisis económica histórica cuyo eco permeó hasta la fecha.
Con José López Portillo se desencadenó una serie de conflictos alimentados por la corrupción y el nepotismo presidencial. Este último es considerado el sexenio que marcó el fin de la política económica basada en el desarrollo compartido y, con éste, el fin del Estado social de bienestar de la forma “revolucionaria” (liberalismo social) que había detentado el PRI.
La crisis moral y económica del Estado se encauzó hacia la discusión de los problemas de gobernabilidad en las democracias industrializadas como un antecedente que incluiría en los textos de teoría política el concepto gobernanza entendido como la eficaz orientación de la intervención estatal. Así, el adjetivo ingobernable comenzó a acompañar a las sociedades cuyos límites y retos sobrepasaban las posibilidades de acción de la gobernación activa y pasiva. No había duda de que las situaciones acontecidas en nuestro país se apegaban a ese adjetivo.
El referido hecho de ingobernabilidad mexicana condujo a reflexionar a profundidad los logros de nuestra democracia, la capacidad de los gobiernos para dar frente a los problemas y necesidades nacionales, así como la estabilidad gubernamental. Ante estas circunstancias, las reflexiones dedujeron el significado de gobernanza como la participación de actores gubernamentales y no gubernamentales enfrascados en un proceso de autogestión para dar solución a los problemas de interés común. Este proceso se basa en la interdependencia en redes, el establecimiento de normas que permiten la participación ciudadana, la autonomía del Estado y el intercambio de recursos. De este modo, en el gobierno recae la responsabilidad de la movilización y coordinación del poder y los recursos, mientras que los actores no gubernamentales participan activamente en la planeación y funcionamiento de los programas y acciones para el interés general.
En la década de los setentas, la definición de gobernanza comenzó a tomar forma a nivel internacional. Las crisis económicas y las dificultades gubernamentales condujeron al análisis desde distintas ópticas ideológicas de las obligaciones de los gobiernos democráticos. En 1973, el Informe de la Comisión Trilateral sobre la gobernabilidad de las democracias diagnosticó que los países democráticos industrializados se encontraban viciados por la sobrecarga del Estado de bienestar enfocado en las demandas de ciertos grupos; al mismo tiempo, los gobiernos se volvían cada vez más incapaces de hacer frente a las problemáticas económicas y sociales. Frente a ello, en su Informe, Michel Crozier, Samuel Huntington y Joji Watanuki proponían adelgazar al Estado en cuanto a tareas y responsabilidades para brindar a la sociedad civil la oportunidad de realizar acciones de regulación, desarrollo y gobierno que durante décadas habían sido correspondientes únicamente al poder público autónomo.
La búsqueda de acciones que fueran más allá del gobierno traería como consecuencia la reforma administrativa del Estado que surgiría en las últimas dos décadas del siglo XX. Esta transformación estatal propuso en su primera etapa poner en funcionamiento diversos ajustes financieros que daban respuesta a las cuestiones operativas de los gobiernos, la calidad de los servicios públicos brindados, el problema del creciente déficit fiscal, los errores en la implementación de políticas públicas y la ruptura de legitimidad que se expresaba en la cada vez mayor desconfianza de los ciudadanos en cuanto a las competencias del gobierno para resolver problemas.
Los gobiernos que adoptaban las medidas del neoliberalismo de Ronald Reagan y Margaret Thatcher requerían de la implementación de la gobernabilidad y la gobernanza para cumplir con sus funciones de manera eficaz y eficiente. Los gobernantes estaban obligados a contemplar de manera objetiva las necesidades y aspiraciones de los ciudadanos en un mundo globalizado.
En términos generales, la gobernanza está ligada directamente con el liberalismo, pues para su aplicación en la vida democrática es necesaria la intervención de diversas libertades como lo son la libertad de expresión y de asociación, el fortalecimiento de los derechos humanos y la necesidad de una ciudadanía informada respecto a lo que las autoridades deciden y realizan.
Bajo la estructura de la apenas creciente globalización, la transfiguración estatal mexicana comenzó a gestarse durante el sexenio del presidente Miguel de la Madrid. Su administración representó un atisbo de modernidad con la inclusión de México en lo dispuesto en el Consenso de Washington de 1983 y la antesala de un tratado comercial con los Estados Unidos.
En lo económico, la década de los ochenta se tradujo en el resurgimiento del libre mercado que exentaba al Estado de la plena responsabilidad económica a través de una economía mixta, misma que condujo a la necesidad de modificar el capítulo económico de la Constitución en lo relativo a la prohibición del monopolio, las exenciones fiscales, la protección industrial y la concreción del sistema de planeación democrático del desarrollo nacional; de igual manera, se fijó la definición de rectoría económica del Estado como la conducción gubernamental que respetara las libertades individuales y los derechos sociales consagrados en el texto constitucional.
En lo social, la intervención del Estado se enfocó en un sistema asistencialista en la que los programas sociales en ocasiones perdían el enfoque: la erradicación de la desigualdad. Dichos programas no terminaron por terminar con la pobreza, sino que crearon un sistema que tenía un enfoque electoral más que de bienestar social. Frente a esto, fue necesario el fortalecimiento y la real garantía de los derechos fundamentales para llevarlos eficazmente a la práctica; de igual forma, las políticas sociales debían dejar de ser una estructura clientelar para lograr un verdadero desarrollo de bienestar social que pudiera dar fin a la imperante desigualdad.
Durante años, el Estado benefactor asumió el desarrollo social de la población y una mejor calidad de vida, por otro lado, el Estado neoliberal centró su interés en el mercado extranjero, la privatización de servicios y las oportunidades que cada individuo podía generar por sí mismo. Aunque el neoliberalismo mexicano propuso un cambio en el modelo económico adoptado por las nuevas administraciones, el liberalismo social de la Revolución seguía siendo el eje rector del partido oficial. En este transcurso, la pobreza y la marginación no han quedado de lado, sino que, contrariamente, han surgido interminables discursos y proyectos que buscan generar programas sociales para la disminución de la pobreza.
El sexenio que abarcó de 1982 a 1988 fue la entrada de nuestro país al neoliberalismo. Paulatinamente, este modelo económico propició diversos cambios que lograrían cimentarse durante la posterior administración del presidente Carlos Salinas de Gortari. La propuesta neoliberal mexicana abrió paso al desmantelamiento sostenido de la presencia del sector público en la economía, la reducción del sector social, la apertura comercial al exterior, la protección a las libertades individuales, la inserción del país en la economía global y la reestructuración de la administración pública.
A finales de 1980, las consecuencias del libre mercado llevaron a que el Banco Mundial introdujera la noción de buena gobernanza en el lenguaje político mundial. En su comprensión, este nuevo término dejaba claro que si un gobierno tendía a buscar el crecimiento a través del mercado, éste debía contar con un marco de reglas transparente y con servicios públicos que lograran funcionar de manera eficiente. La buena gobernanza colocó sobre la mesa el mapa que orientaba las reformas de los Estados y la exigencia de cooperación para el desarrollo.
El enfoque de gobernanza generado por el Banco Mundial fungió como referencia conceptual, pues abarcaba la necesidad de instituciones políticas fundadas en la democracia y la legitimidad, una administración pública con visión responsable, el respeto a los derechos humanos, la regulación pública del mercado y el establecimiento del estado de derecho. A un lado de esto, era una exigencia que las instituciones y los agentes públicos estuvieran orientados al interés común para alcanzar la buena gobernanza en las naciones.
Frente al panorama mundial, el presidente Carlos Salinas de Gortari prometió que México entraría a la modernidad a través de conductos como las reformas política, económica y de Estado; el apego a las instituciones internacionales para el control de la economía de mercado y el respeto a los derechos humanos. De esta manera, el sexenio salinista se caracterizó por culminar el proceso de evolución estatal iniciado por de la Madrid. La reconstrucción de la administración pública trajo consigo la creación de órganos y comisiones nacionales con autonomía constitucional que aminoraron la carga de responsabilidades al Poder Ejecutivo. La subasta pública restauró el sector paraestatal, reduciendo la participación del Estado en distintas actividades, diluyendo el sector social y brindando al sector privado el mando de gestión de las antiguas empresas estatales. De pronto, México se topó de golpe con el modelo económico que auspiciaba -como una esperanzadora predicción- su inserción de lleno a la prometedora modernidad del primer mundo.
Los pasos hacia la modernidad condujeron a diversos pensadores mexicanos a reflexionar en torno a las circunstancias que se iban uniendo como piezas de un rompecabezas global. El mundo moderno traía en sí mismo la esperanza de cambio que se creía necesitar. Al respecto, Octavio Paz decía:
Para fortalecerse, nuestro país tiene que aprender muchas cosas y rectificar otras que se han convertido en fórmulas e inercias. Para entrar en el mundo moderno, tenemos que aprender a ser modernos.
No sé si la modernidad es una bendición, una maldición o las dos cosas. Sé que es un destino: si México quiere ser, tendrá que ser moderno.
Envuelto en su quimera, México soñaba con ser moderno. Sin embargo, dejar atrás las tradiciones políticas del pasado representaba un reto gigantesco en un país cuyo régimen autoritario estuvo sostenido durante décadas sobre las bases del corporativismo de un partido único que fungió como núcleo de la cultura mexicana posrevolucionaria. Es cierto lo escrito por Paz: Para lograr ser, México estaba obligado a soltar su pasado y amoldarse a las nuevas reglas del orden mundial.
Esta modernidad se traducía en abrir las puertas de la democracia liberal-representativa que, en el caso de México, se habían abierto lentamente a través de las reformas en materia político-electoral implementadas desde el gobierno del presidente José López Portillo y cuya culminación radicó en la transición democrática del año 2000. De esta manera, la joven democracia mexicana adquirió ciertos rasgos que, por sí mismos, promovían los derechos políticos de la ciudadanía. Los mexicanos cayeron en cuenta de que era posible vencer al Partido Revolucionario Institucional en las urnas a través del voto libre y secreto, sin embargo, el desafío democrático sigue vigente hoy en día.
En su peculiar lectura de la realidad, Noam Chomsky identifica dos segmentos de la sociedad contemporánea que interactúan dentro de lo que el autor denomina la teoría moderna de la democracia : los espectadores y los actores.
Retomando a Walter Lippmann, Chomsky asegura que el 80% de las sociedades actuales se desenvuelven en el rol de público, es decir, como simples espectadores de la realidad cuyas acciones se resumen únicamente en observar el acontecer político y social sin intervenir activamente en el desarrollo de sus naciones.
En el caso mexicano un vasto porcentaje de la población se conforma únicamente con emitir su voto periódicamente para la elección de sus representantes en el Congreso, el Municipio y el Poder Ejecutivo. Votar y esperar soluciones, ésa parece ser la fórmula para resolver los problemas y alcanzar las metas de la democracia mexicana moderna.
Por otro lado, el pequeño grupo restante de la población representa el segmento activo de la democracia. En este último se encuentran los actores dominantes que poseen el poder de marcar el rumbo de las políticas públicas, tomando decisiones cuyos efectos alcanzan a la nación entera.
Ante el panorama descrito, la democracia mexicana debe sentar sus bases en una sociedad civil funcional y activa en la que el amplio sector pasivo sea reducido, desplazándolo al sector activo para buscar establecer un clima político en el que predominen la gobernabilidad y la gobernanza. Esto sólo se puede alcanzar por medio de las herramientas democráticas que procuren que la población comience a trabajar en conjunto, realizando acciones relevantes para la nación, tomando la batuta para hacer que las decisiones de unos pocos se conviertan en las decisiones de la mayoría.
El cuerpo especializado conformado por el conjunto de gobernantes activos representa un actor fundamental para gobernar en el marco democrático. Sin embargo, la fuerza del gobierno no solamente recae en los gobernantes, sino también en aquellos que ejercen la gobernación pasiva, pues como lo ha escrito el Doctor José María Medrano:
“…el efecto de gobernar resulta tanto de la acción u omisión de los gobernantes como de la acción u omisión de los gobernados, que pueden conducirse de diversas maneras a la hora de elegir o consentir a los gobernantes, de acatar o no las órdenes y cursos de acción establecidos, de optar por modos de protesta pacíficos o violentos, de acudir a diversas prácticas de acción directa, etc.”
Como se lee en el fragmento de Medrano, los gobernados juegan un papel esencial en la tarea de la conducción gubernativa, ya que en éstos recaen distintas responsabilidades que se adhieren a los derechos políticos y las responsabilidades correspondientes dentro de las democracias representativas. Desde la elección de los gobernantes y representantes políticos hasta la participación activa en la formulación de políticas públicas, la sociedad civil asume un rol en apariencia pasivo, mas sus causas y efectos sugieren que las acciones sociales son más que indispensables para la dirección del Estado.
La presencia de la sociedad civil es rectora cuando se habla de gobernabilidad, pues en ésta yace la capacidad de un gobierno para mandar legítimamente siendo obedecido. Para lograr lo anterior, es necesaria la aceptación popular del gobierno fundada en la planeación y ejecución de políticas públicas cuya capacidad de resolución de problemas sea real y concreta. La legitimidad basa su efectividad en la justicia y en la permisión de la sociedad civil en la participación política, así como en la satisfacción de sus demandas a través de políticas públicas. De esta manera se entiende que no existe democracia sin participación social; y que la gobernanza y la gobernabilidad se imposibilitan sin la interacción de los actores sociales con la coyuntura nacional para la satisfacción de necesidades generales.
Cuando un Estado logra la instauración de la gobernanza, logra promover la equidad, la participación, la responsabilidad y el cumplimiento de la ley, conllevando a un Estado de derecho efectivo. Los principios y elementos de la gobernanza, al ser aplicados correctamente, abren la puerta a la democracia. Las elecciones limpias, libres y regulares (ideal de cualquier tipo de democracia) sólo se logran cuando los gobernantes mantienen vínculos de responsabilidad con sus gobernados. Por otro lado, existen amenazas a la gobernanza que ponen en peligro la práctica de la transparencia, la seguridad y la participación ciudadana. Pese a los logros democráticos, el ejercicio del poder en México se ha visto limitado durante años por esas amenazas a causa de la corrupción, la pobreza y la violencia imperantes en la realidad social.
La manera de gobernar depende de distintos elementos que son necesarios contemplar para alcanzar una relación sólida entre los gobernantes y los gobernados. Entre estos elementos también se destacan las políticas en materia de desarrollo social, pues buscan abrir los medios de oportunidad para el empleo, la disponibilidad y el acceso a recursos, así como la equidad social; la protección del medio ambiente como elemento mediante el cual se busca el uso responsable de los recursos de la naturaleza; y la capacidad del gobierno para lograr su adaptación a la cambiante realidad.
La segunda etapa de la reforma administrativa del Estado tuvo lugar durante la década de los noventa y se basó en la restauración de la administración pública a partir de la organización, estructura y prácticas gubernamentales que desencadenarían en un conjunto de iniciativas para mejorar el funcionamiento del aparato administrativo estatal. Esto último se entendería como la Nueva Gestión Pública cuyas caracterísitcas principales se resumen en la aplicación de las nuevas tecnologías y formas de comunicación en las organizaciones públicas para la medición de recursos, objetivos, mecanismos y hechos; la creación de un marco de responsabilidades fundado en la transparencia de resultados; la autonomía de gestión a través de la separación de roles de planificación y producción; y la búsqueda de eficacia y eficiencia del aparato administrativo estatal.
A pesar de los esfuerzos y del reformismo de Estado, el neoliberalismo, la expansión tecnológica y la globalización no han logrado desatar los principales nudos que impeden el progreso de nuestro país en este último año del segundo decenio del siglo XXI. Por el contrario, puede afirmarse que la crisis nacional se ha agravado. No se terminó con los problemas económicos que surgieron a partir de 1970, la deuda externa se multiplicó, hubo un evidente crecimiento de la desigualdad, pobreza y marginación a causa de la pérdida del poder adquisitivo de la moneda y los salarios; y la interacción económica no contempló el bienestar de las mayorías, sino que se enfocó en beneficiar a un grupo compacto que concentró la riqueza y los recursos. Al mismo tiempo, hoy siguen presentes las violaciones a los derechos humanos; existen personas sin hogar, sin acceso a la educación ni a la salud; la crisis medioambiental es ya alarmantemente incontrolable; la criminalidad va en aumento; y la inseguridad nacional es apabullante.
Los desafíos a los que nuestro país se enfrenta hoy en día son diversos, sin embargo, el diagnóstico sigue estando ahí, frente a nuestros ojos, desde hace décadas: La administración pública todavía contempla a los ciudadanos como clientes, no como demandantes a quienes se debe dar protección y servicio; los procesos administrativos son tediosos y complicados; aún es insuficiente el abastecimiento de bienes públicos básicos; los retos en materia de derechos humanos siguen siendo los mismos en una crisis de violencia magnificada; no existe transparencia en presupuestos y acciones de gobierno; la corrupción, los sobornos y los favores personales desde el poder siguen estando por encima de la legalidad.
Con el objetivo de hacer frente a los desafíos actuales, México requiere de medidas anticorrupción, refomas judiciales, fiscales y administrativas; la apertura para la participación social en la construcción de políticas públicas; el fomento y la mejor regulación de la competencia económica; la reinstauración del orden y la paz; así como un gobierno enfocado al interés común.
Durante décadas, los mexicanos hemos visto pasar la vida de nuestro país enclaustrados en nuestras propias tragedias, en las distintas exigencias de los diversos fragmentos que corresponden a las subnaciones de las que está compuesta esta gran nación. El primer paso para hacer frente a nuestros problemas como sociedad, no es buscar a los culpables de la actualidad, sino asumir el diagnóstico como nuestro, comprendiendo que somos parte de una sola comunidad nacional y que debemos comenzar a trabajar corresponsablemente en la creación de programas y políticas que puedan resolver nuestra realidad.
Si México desea limar las asperezas políticas y sociales, debe empezar por incluir las cuatro dimensiones de la gobernabilidad en la coyuntura nacional. Para Xavier Arbós y Salvador Giner, la gobernabilidad en las democracias modernas presenta las siguientes dimensiones: la legitimidad, las demandas sociales, la reestructuración de la sociedad civil y la expansión tecnológica.
En cuanto a un gobierno legítimo, los autores reconocen que la legitimidad en las democracias no se adquiere únicamente por la elección popular, sino que es indispensable que los gobernantes alcancen el apoyo de la sociedad a partir de eficacia en el cumplimiento de las acciones gubernamentales implementadas para el beneficio del interés general.
Las demandas sociales tienen la dimensión de presión en el entorno gubernamental. Dichas presiones se concretizan en responsabilidades del gobierno, mismas que emanan desde diversos dominios: ya sea desde la esfera del gobierno estatal, desde la esfera social del Estado, o bien, desde un entorno externo a la esfera estatal y a la sociedad gobernada.
La reestructuración de la sociedad civil conduce a la evolución corporativa de la comunidad social, misma que propicia el surgimiento de grupos organizados que tienen la posibilidad de participar activamente en la planeación de proyectos gubernamentales.
Como última dimensión de la gobernabilidad, la expansión tecnológica se refiere al proceso por el cual el gobierno da utilidad a las nuevas tecnologías de la información y comunicación con la finalidad de incrementar su capacidad de hacer frente a las necesidades de la sociedad. Actualmente la tecnología puede servir como una herramienta para eficientar acciones en materia de salud, aprendizaje y sustentabilidad medioambiental.
Una vez logrado un Estado inmerso en la gobernabilidad, la aplicación de la gobernanza podrá introducirse naturalmente. Del mismo modo que es necesaria la aplicación de las cuatro dimensiones de la gobernabilidad, es un requisito que nuestro país adopte las cuatro dimensiones de la gobernanza del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. Este programa da mayor importancia a la participación política y a la sociedad civil organizada. De esta manera, el Estado queda obligado a trabajar con las organizaciones no gubernamentales y a promover el desarrollo humano por encima del económico.
En sus cuatro dimensiones, la gobernanza se adapta al orden económico, político, administrativo y sistémico. Siendo el primero de éstos el que debe promover una economía de mercado competitiva sin discriminación alguna; el segundo busca erigir instituciones políticas cada vez más eficientes, plurales, participativas, legítimas y de acceso general; en cuanto a lo administrativo, la gobernanza debe traducirse a una administración pública capaz de hacer frente a las necesidades de la mayoría, eficientando sus procedimientos, transparentando sus acciones y tomando la responsabilidad de las mismas; por último, la gobernanza sistémica se refiere a la protección institucional de las libertades individuales, promoviendo la igualdad en las oportunidades para el desarrollo de las capacidades de cada persona.
Es cierto que nuestro país debe superar diversos retos para alcanzar el desarrollo. Es tiempo de trabajar coordinadamente con los agentes políticos clave y las instituciones gubernamentales para superar el pasado, sacar provecho del presente y comenzar a construir el futuro.
Nuestra memoria histórica es constructora de aspiraciones colectivas. La estela del pasado marca el camino del presente, y el presente alimenta los anhelos del porvenir. Si nuestro país desea embonar en el mundo del desarrollo, debe comprender que buscar el futuro no consiste solamente en hacer frente a los errores del ayer. Los gobernantes de hoy y del mañana deben entender que los discursos políticos se construyen con palabras, pero que el futuro de las naciones se cimenta con acciones concretas. La evocación del pasado debe fungir como registro de aciertos y errores, y no precisamente como un manual que se deba reproducir íntegramente. Las políticas públicas del siglo XXI deben estar vinculadas con la noción de los conceptos de gobernabilidad y gobernanza como pilares que las sostengan. De la misma forma, los proyectos políticos deberán sostenerse en la noción de desarrollo tecnológico, cultural y social.
Somos como hemos vivido. Somos la historia y el ahora. Los nuevos retos del siglo XXI exigen a las nuevas generaciones leer los párrafos del pasado para comprender la lección y mirar el porvenir como una oportunidad para el desarrollo. En esta línea rectora, el Estado mexicano no debe quedarse solamente como un concepto político, sino como un término integral que haga referencia al conjunto de elementos que deben permitir el crecimiento de los habitantes y ciudadanos en su individualidad y, por ende, en su extensión colectiva a través de la participación cooperativa.
En tiempos de mundialización, afirmar la continuidad de la especie humana radica en reconocer nuestra propia humanidad en la humanidad de quienes son diferentes a nosotros, romper cadenas para unir manos, derrumbar muros para construir puentes. Dejar atrás la inestabilidad del pasado y la incertidumbre del futuro corresponde a una labor en conjunto de la sociedad civil y el gobierno cuyos fines sean la conciliación de los antagonismos, la creación de igualdad de oportunidades y la garantía de que nadie se quederá sin protección ante las vicisitudes de la vida.