Superioridad de Sentidos en la Naturaleza Humana
Introducción
Lo primero que se puede testimoniar es que es por naturaleza que ciertos sentidos son “superiores” a otros y que el ingenio es una modalidad de vida relacionada con los iniciales, mas no con los segundos. Los sentidos “superiores” serían, claro está, la clarividencia y el oído, en tanto que los “inferiores” serían el tiento, el olfato y el apego. Pero ¿qué clase de clasificación es esa? Es evidente que no puede derivarse o fundarse en consideraciones de, erg., fisiología. Hasta donde interés ver, la única usanza de justificar la jerarquización de los sentidos consistiría en hacer efecto ver que alguno de ellos es en inicio redundante o que las funciones de alguno de ellos pueden en principio ser realizadas por algún otro sentido.
Obviamente, pero, no es este el caso. La pinta puede ciertamente abrirnos el anhelo, pero no nos dejará felices al modo como lo haría el sentido del sabor. No es con la vista como se nos quitación el hambre. Se sigue que el esfuerzo por agrupar y jerarquizar sentidos no puede más que tener una fundamentación externa a los sentidos mismos y, si no me equivoco, fue básicamente por consideraciones prácticas, morales y religiosas que la vista fue adquiriendo el recinto privilegiado que actualmente ocupa en la categoría de los sentidos. Pero nuestra clasificación no tiene ninguna magnitud cósmica.
Desarrollo
Es un hecho que la “superioridad” de ciertos sentidos vis à vis los demás varía con creces entre los seres vivos. Por ejemplo, para las serpientes el sentido crucial es el hallazgo, en tanto que para los chuchos el olfato y para los murciélagos el oído. Nosotros, los humanos, en cambio somos seres esencialmente visuales, en el sentido de que dependemos más en nuestra disertación con el mundo del panorama que de los demás sentidos. Es más fácil que, descuidados en una isla desierta, sobreviva alguien que pierde los demás sentidos no obstante sigue viendo que alguien que perdiera la vista. Un humano ciego solo está perdido.
Es en este sentido que podríamos dialogar de cierta superioridad de la vista sobre los demás sentidos. Pero esta “superioridad” es de orden sencillo por lo que, inclusive si la admitimos, ello no nos autorizaría a musitar de superioridad de la traza en ningún sentido axiológico o evaluativo. Su superioridad es estrictamente práctica. Y lo que digo para la panorámica vale en menor grado para el pabellón. Ahora bien, si quisiera hablarse de soberanía en algún sentido axiológico de la vista y el pabellón, dicha preeminencia tendría que fundarse en consideraciones de rasgo moral y religioso. Sería por una cierta actitud.
Con semilla en ciertas doctrinas generales y valores que se habrían sobreestimado la clarividencia y el oído y enrarecido los demás sentidos. Es con concepciones de la cualquiera como la cartesiana según la cual el ser humano está constituido por dos entrañas, la res cogitas y la res extensa, como se sientan las almohadillas para la jerarquización sensorial de la que hemos venido hablando, ya que es más fácil emparentar en el pensamiento a la médula extensa con el tacto y el caché que con el oído y la sagacidad. No me propongo entrar en este quehacer en consideraciones de metafísica ni de resignación de la mente, por lo que no habré de cuestionar el dualismo cartesiano y todos los absurdos que acarrea.
Asumiré simplemente que gestaciones como esa son fundamentalmente erradas y, por consiguiente, que las bazas filosóficas tradicionales de la posición de acuerdo con la cual la apariencia es el sentido superior son endebles y no bastan para sostener la proposición en cuestión. No obstante, creo que se puede elevar otra crítica frente a este punto de vista, simple sin embargo contundente: la gravidez jerarquizaste de los sentidos es internamente incoherente. Veamos por qué. Son tres los hábitats que hay que considerar: la panorámica, el cuerpo y una determinada preñez del mismo.
Durante siglos se pensó que ciertas facetas de la existencia corpórea (la sexualidad, el inicio, la digestión, etc.) constituían la parte sucia del ser humano. Ahora aceptablemente, de esta parte sucia se encargan o están directamente con ella poderosos los sentidos del gusto y el tiento. Es, pues, natural que desde esta vista la ojeada resulte ser un sentido “puro”. Pero es todavía claro que concepciones así son totalmente pedantes y pasajeras. Quizá en objeto durante siglos las seducciones del ser sólo podían vincularse al tiento, al estilo y, en menor contento, el olfato, pero es claro que en nuestros tiempos ello ahora no es así.
Por ejemplo, si acertadamente antiguamente las ortografías pictóricas a las que tenía acceso el sujeto eran de conmovedoras estampas del Nuevo Testamento, en nuestros vencimientos cualquier persona si así lo desea tiene a su talento para esparcirse (erg., por internet) toda una tonalidad de gacetas pornográficas, las cuales son todo lo que se quiera menos edificantes. Por lo tanto, si hubiera podido argumentarse que hubo durante algún período largo de la narración de la limosna una cierta desconexión entre la perspicacia y el mole (contemplado como objeto de deseo), fortuna alegación sería en nuestros plazos absolutamente tullida.
Hoy la vista es un canal más (y uno harto efectivo) para la gestación de júbilos “sucios”. Parecería entonces que no hay disculpa alguna para formular de fama de la vista frente a los demás sentidos, aparte del sentido meramente práctico aludido más arriba. Ahora bien, si no hay ningún sentido claro en el que podamos balbucir de preeminencia axiológica de la presencia y el pabellón frente a los demás sentidos, entonces no hay ninguna inteligencia a priori para hacerse de manera cardinal al virtuosismo con la audiencia y el pabellón y a desvincularlo de guisa radical de los demás sentidos.
No hay ningún sentido autorizado según el cual el don esté central o necesariamente vinculado sólo con ciertos sentidos y manumitido de los restantes, sean los que sean. Si la pinta no es en ningún sentido comprensible superior al placer, entonces sencillamente no hay ninguna atenuante para circunscribir el arte interiormente de los gobiernos del pabellón y de la audiencia. En verdad, la meditación de que ciertos sentidos proporcionan o generan gozos fieles y otros no es disparatada. Implica o equivale a un ideal de ser humano mutilado, picado, descompuesto, conformado parcialmente por partes nobles y parcialmente por partes bajas o viles, por aficiones edificantes y por inclinaciones malignas.
Una ilusión así ahora nos resulta extraña e insondable, sin embargo, por extraño que suene, durante siglos se pensó y se vivió de unanimidad con ella. En la medida en que el ideal latente del varonil y la fortaleza humana fue ahora sobrepasado, la tesis de que los júbilos visuales y acústicos son más puros y que es por eso que únicamente podemos hablar de don y placer estético en cuenta con la panorámica y el pabellón, fácilmente se derrumba. Empero, podría valorar insistirse en que las inteligencias que permiten establecer jerarquías entre los sentidos no proceden de la laya de los sentidos mismos tampoco de concepciones de la biografía corporal, sino de tildes de las comedias artísticas mismas.
No sería porque la apariencia es superior al regodeo o porque el emboque es un sentido más “carnal” (en algún sentido criticable) que la vista, sino porque la noticia misma de manual de arte habría salido configurada en semejanza con la visión y el pabellón. Es por eso que sería tan descabellado separar murmurar de, por ejemplo, laboras de ingenios culinarias como parlotear de especímenes sin espaciosidad. Por definición, el sentido del sabor no podría conectarse con la contemplación de faena estética. Es evidente, pienso, que una apercepción como la aludida es completamente arbitraria e insuficiente para instituir lo que se quiere.
Porque ¿cuáles son los símbolos de la “definición” en cuestión? Quizá la tilde esencial de las casas vistosas que se tiene en mente sea el de su supuesto genio únicamente místico. En ámbito, se tiende en general a admitir que una casa de virtuosismo tiene un arresto intrínseco, legal, inalienable y que no adquiere su grado por ninguna de las consecuencias benéficas que pudiera provocar. Uno admira y disfruta un bancal no por el efectivo que pueda conseguir de su hostal o por el choque que cause en los amigos. Es la casa misma lo que tiene un ánimo y no los capitales que de ella se pueden obtener, el placer insertado.
Y si esto es de esta manera, entonces habría que exceptuar como potenciales tierras ornamentales todos los objetos creados por el macho no obstante respetados con el gozo, dado que el coraje de dichos efectos (tantanes) procede así de que son escurridos. Podríamos aun exponer que su ser costoso es su ser consumido. El aprieto con esta línea de exposición es que es completamente fallida puesto que, entre otras cosas, es evidente que nos las hacemos aquí con una inmensa reclamación de germen. Es patente que se están utilizando aquí simultáneamente dos nociones de consumo.
Una interna a los sentidos y otra externa a ellos, de guisa que se aplica la primera a la audiencia y la segunda al gusto, y es únicamente debido a esta bisagra que se le descalifica. En objetivo, si al hacer referencia de consumo a lo que aludimos es al modo natural de realizarse, entonces es tan consumista o consumidora la visión como el pabellón o el agrado. La única diferencia es que cada sentido consume a sus propósitos de modo desigual. En este primer sentido, la vista, el regusto, el instinto, etc., están todos a perfectamente el mismo ras: cada sentido tiene sus respectivos espacios y fines a los que degusta o consume en su peculiar modalidad.
Esto es, creo yo, evidente: los colores no se comen siquiera los gustillos se oyen. Con este primer significado de ‘consumo’ (y sus derivados), por ende, no hay diferencias entre los sentidos y todos ellos son, como tesoro, incluso consumidores o consumistas. Sin embargo, se le puede atribuir a la ofrenda ‘consumo’ otro significado. Esta segunda noción de consumo queda entendida más bien como placer corpóreo y es automáticamente asociado con el caché y el tiento antaño que con el pabellón y la panorámica. 2 R. G. Collingwood, The Principles of Art. Pero es evidente que esta segunda noción de consumo es completamente espuria.
Lo más que podría indicar es que en general los gustos del contento y el logro son más vivos que los de la vista y el pabellón, sin embargo, nada más. Por consiguiente, es solamente si con anterioridad se tiene un tabú en contra del tribunal y del placer en general que se puede tratado de localizar una división y una calidad entre los sentidos y afrentar al gozo como una fuente potencial de dramas artísticas. Es evidente, no obstante, que ningún tabú puede constituir un pedestal equilibrada para la cimentación de una tesis. Hay estetas, como M. C. Beardsley, que han aguantado que los números del paladar y del olfato no pueden ser ordenados de forma sistemática, en otras palabras, cabal a rudimentos.
Según él, no hay suerte de conformar tacos de gustos o de efluvios de modo que puedan sacar de ellos peculiaridades estéticas. Pero esto es pura y llanamente falso. Desde luego que los fines del estilo están sometidos a un montón. Hay una cuenta que, por ejemplo, va desde lo más dulce incluso lo más salado, desde lo despiadado inclusive lo quemado, desde lo desagradable incluso lo áspero, etc., y hay aglomeración tanto de fusiones recomendables como de ensaladas proscritas. Lo que hay que saber es que éstos y no otros son los ejes que permiten ordenamiento los objetivos del estilo y la estimación de los resultados finales, los batintines.
Conclusión
Lo que posiblemente querría admitirse es que los albores de mandato del empeño y del olfato no son matematizarles, como lo son los del pabellón y la panorámica. Pero, en primer sitio, eso no bastaría para eliminar como potenciales integrantes de efectos estéticos del caché y, en segundo motivo, se trataría de una tesis declaradamente falsa. Cualquier prescripción deja eso en claro: 300 gramos de grasa clarificada, dos cucharadas de potingue de aceituna, 500 gramos de fécula total, etc. No parece, por consiguiente, haber causa alguna para disociar el conocimiento de capricho o el de nota gustativa del concepto de arte.
Lo que en cambio sí es de primera categoría es saber que los criterios de santidad de los objetivos artísticos propios del sentido del caché son interiores a éste. El peor error que se puede cometer es el de creer la calidad estética de un platillo a través de consideraciones relevantes en el ámbito de la visión. Un tantán no es una tarea de ingenio porque la iniciación visual sea agradable o espléndida. Desde luego que la apertura contribuye a la subordinación del producto, no obstante, lo que es importante son las cualidades gustativas (que por razones fisiológicas entran en juego junto con las olfativas). Uno de los grandes obstáculos para apreciar el carácter artístico de las creaciones culinarias es el prejuicio, ya denunciado, en favor de lo visual.