La Necesidad de los Universitarios por Empezar a Leer

Introducción

¿Necesitan los universitarios aprender a leer? La pregunta así planteada exige precisar algunos términos, cuya definición servirá para trazar los postulados que guían las reflexiones del presente ensayo.

La necesidad y el aprendizaje se manifiestan como conceptos no exentos de ambigüedad e impregnados de una carga axiológica. ¿Qué deberíamos entender por necesidad? ¿La necesidad del individuo? ¿La necesidad de la sociedad? Puesto que ambas nociones de necesidad pueden contraponerse (la pugna entre el individuo concreto y la sociedad que lo determina y oprime es un tópico ya viejo, siempre actual, de la literatura y la filosofía), es necesario asumir una postura alrededor del término; una postura que, sin obviar las implicaciones morales y hasta contradictorias de ambos extremos de la necesidad, sirva al menos para guiar de manera coherente las reflexiones del presente escrito. Para los propósitos de este ensayo, la necesidad será en primer término una necesidad social. La pregunta inicial podría, en ese sentido, interpretarse como ¿necesitan los universitarios aprender a leer para adaptarse al entorno social?, o bien ¿necesita la sociedad que los universitarios aprendan a leer? La cuestión así planteada no soslaya el aspecto individual de la necesidad; más bien lo pone en contexto, sitúa al individuo en circunstancias concretas a partir de las cuales se le exige desarrollar una cierta destreza o competencia, la competencia lectora.

A pesar de las aparentes restricciones así impuestas a la dimensión individual, ésta se manifiesta con viva fuerza en el segundo concepto a precisar. Por aprendizaje debe entenderse el cúmulo de experiencias que, sin cesar a lo largo de la vida de la persona, moldean su ser.

El concepto no se circunscribe a los aprendizajes formales ni a algún tipo particular de aprendizaje, sea práctico, teórico o moral. Visto así el aprendizaje, la expresión aprender a leer no se refiere de manera exclusiva al aprendizaje de las reglas y las destrezas que rigen lo que comúnmente llamamos leer: descifrar el contenido de un texto y vincularlo de diversas maneras, con menor o mayor dificultad, con menor o mayor profundidad, a la experiencia personal. Va más allá: involucra la capacidad de la persona para construirse a sí misma a partir y a través del texto escrito. La experiencia de la lectura, cuando se vive a plenitud, trasciende los propósitos inmediatos del acto de leer (informarse, entretenerse, cumplir con obligaciones académicas o laborales, etcétera), por muy complejos y estimulantes que estos sean, y se convierte en un medio privilegiado para el autoconocimiento y para relacionarse de manera íntima y comprometida con la realidad circundante. Planteados así los términos, la pregunta que motiva este ensayo quizás debería leerse de la siguiente manera: ¿necesitan los universitarios aprender a leer su propia realidad en los textos y, por ese medio, interesarse de manera consciente en esa realidad, en comprenderla, gozarla y transformarla, reconociéndola como el escenario posible de todo afán humano, propio y ajeno? O más sencillo: ¿necesitan los universitarios aprender a leer para, con eso, aprender a vivir?

Situadas así las coordenadas de la reflexión, es posible ahora sí abordar el contenido de este ensayo.

¿Necesita la sociedad que los universitarios aprendan a leer?

Antes de responder la cuestión, se impone plantear esta otra: ¿para qué necesita la sociedad a los universitarios?

La universidad moderna se constituyó sobre la base de algunas necesidades de la ascendente sociedad liberal. La universidad así constituida es un invento moderno, por más que la universidad como tal, como centro de saber y de enseñanza, sea una institución de origen medieval. Las necesidades de la sociedad liberal a las que podía responder la universidad eran al menos dos: por una parte, armonizar las aspiraciones individuales, favorecidas por la ideología liberal, con el orden social e institucional; por la otra, elevar a rango institucional la preeminencia del conocimiento científico (Benavides Martínez, Chávez González, Infante Bonfiglio y Moreno García, 2009). Expliquemos. La universidad sería así el espacio por excelencia para cumplir al mismo tiempo las aspiraciones individuales (acceder a una profesión, escalar socialmente) y sociales (profesionistas para cumplir las múltiples funciones de una sociedad moderna cada vez más compleja) y el sitio, también por excelencia, para cultivar el paradigma científico, el cual habría de convertirse en el paradigma ideal para combatir y sustituir viejas nociones del mundo ligadas al dogma y al poder monárquico. La universidad actual no se ha desviado de ese ideal: forma individuos, sirve a la sociedad, celebra y mantiene al paradigma científico como guía para el presente. Para eso necesita la sociedad a los universitarios.

Ahora bien: abordemos la cuestión central de este apartado. La lectura es, quizás, la manifestación más evidente de ese paradigma científico. La cultura científica es esencialmente una cultura escrita, una cultura que se plasma, se difunde y se debate por medio del texto escrito. Así consta por ejemplo, de manera muy explícita, en el Manual de la APA cuando éste precisa los usos de la literatura científica, aludiendo de manera específica a la revista especializada: “Ésta [la revista cientifica] es la depositaria del conocimiento acumulado en un área específica. Los descubrimientos y análisis, los éxitos y los fracasos, así como las perspectivas de muchos investigadores a través de los años, se registran en la literatura” (APA, 2010, p. 9). Si la universidad es la puerta de acceso de los individuos al cultivo del conocimiento científico, y si el conocimiento científico se plasma en los escritos, la respuesta a la cuestión de si la sociedad necesita que los universitarios aprendan a leer parece saltar a la vista como un hecho obvio e indiscutible.

Es posible, sin embargo, ahondar en la cuestión. Nótese que, hasta ahora, no se han tocado las circunstancias en las cuales se aprende a leer. No se ha hablado del cuándo, del dónde ni del cómo se aprende. En realidad, bien podría suponerse que la universidad nada aporta al desarrollo de la competencia lectora, que ésta se adquiere antes, en otra parte. ¿No se supone que los sujetos, mucho antes de ingresar a la universidad, aprenden a leer? Pero intencionadamente la cuestión inicial sugiere que los universitarios, siendo universitarios, aprenden a leer. Es decir, al mostrar la cuestión en esos términos, se ha sugerido, no de manera ingenua, que un cierto aprendizaje de la lectura es posible y hasta necesario en la edad universitaria. ¿Qué aprendizaje es ése y por qué habría de presentarse justamente en esa edad?

Como una forma de dar cauce a las ideas de este ensayo, se ha cuestionado en los últimos días a estudiantes de Psicología de la Universidad Metropolitana de Monterrey que están por concluir su tercer tetramestre –es decir, que llevan recorrido un tercio de su licenciatura– si los universitarios necesitan aprender a leer. Unánimemente han respondido que sí. Han experimentado dificultades para acceder a textos de nivel profesional, a textos científicos. La formación escolar les había dado hasta entonces las bases para descifrar mensajes escritos, pero nada ni nadie les había preparado aún para encarar textos de mayor complejidad, propios de la formación universitaria. Han adquirido conciencia de que el aprendizaje de la lectura es un continuum que va más allá de un período concreto de la vida. Confirman ciertas afirmaciones de Solé (2012), quien sostiene que no basta con restringir la competencia lectora a su adquisición inicial, sino que el sujeto debe aprender a leer de diversas maneras; la vida misma lo exige así. Y uno de esos aprendizajes tiene relación justamente con las exigencias de la vida universitaria. El estudiante de educación superior, explica Flores Guerrero (2016), necesita resolver problemas cognitivamente demandantes, para lo cual requiere ser competente en la lectura y en habilidades de pensamiento crítico; y justo en la base del mejoramiento intelectual y cognitivo de los estudiantes se encuentran tareas como las de la lectura y la escritura, que tienen un impacto observable en el desarrollo del pensamiento crítico.

¿Necesitan los universitarios aprender a leer para, con eso, aprender a vivir?

El caso es real: una ex alumna de Psicología de la Universidad Metropolitana de Monterrey abrió un consultorio y comenzó a recibir pacientes. A los pocos meses expresó la siguiente queja desde su muro de Facebook: qué difícil era para sus pacientes de la consulta psicológica poder expresar con palabras, con palabras comunes y corrientes, aquello que sentían, aquello que los hacía sufrir. A partir de ese ejemplo pareciera que un cierto trato con las palabras es indispensable no sólo para cumplir algunas de las tareas prácticas de la vida, aquellas que llenan el tiempo y procuran el sustento, sino para, sencillamente, estar en condiciones de trabar conocimiento con uno mismo y sentirse bien.

La lectura se hace de palabras, de esas mismas palabras con las cuales el individuo busca expresar lo que piensa y lo que siente. Aquellas de las que surgen la vida social y, ahora nos queda claro, también la vida íntima, la vida personal. La voz interior también se manifiesta con palabras. Y sí: en las palabras, las palabras que se oyen en el interior y también en las que afloran al espacio público, hay un componente emocional. Esto lo saben los escritores y los poetas, como lo saben también quienes han usado las palabras para acariciar y para insultar, para amar y despreciar; es decir, lo sabemos todos. ¿Va a estar la lectura, actividad cuyos ladrillos más evidentes son justamente las palabras, exenta de este ingrediente emocional? Basta con acudir a la experiencia lectora de cada quien, incluso a la experiencia más incipiente, para reconocer de inmediato que la lectura es una fuente potencial de placer o displacer. Rara vez la persona se acerca con indiferencia al texto. La experiencia de la lectura se da condicionada por las simpatías y las antipatías de quien lee. Se es uno mismo cuando se lee, como se es uno mismo cuando se habla, cuando se ama, cuando se vive. La lectura no es una actividad que se manifiesta en un espacio ajeno a la vida, en un no-espacio, en un paréntesis del flujo vital. La lectura se da en la vida, en circunstancias concretas, y la realizan individuos específicos, con cualidades particulares. No todo en la vida es leer, pero todo lo que se lee está vinculado de un modo u otro a la vida, a vidas concretas, a circunstancias de seres que poseen nombre y apellido.

Quizás por eso leer es difícil, quizás por eso los universitarios se han demorado tantos años en aprender a leer, porque la lectura exige no sólo el dominio de habilidades particulares, sino una sabiduría compleja y nutrida por la experiencia, nutrida por la vida. Y hay más. La lectura parece demandar también un cierto talante vital, una predisposición optimista hacia el texto. Un ejemplo solamente: de acuerdo con la OCDE, la lectura por placer y la competencia lectora se encuentran asociadas. La prueba de la OCDE, la prueba PISA, aplicada internacionalmente a estudiantes de 15 años y que incluye entre sus elementos la evaluación de la competencia lectora, ha identificado que los alumnos que leen diariamente por placer tienen una puntuación superior a un año y medio de escolarización a los que no lo hacen (OCDE, 2011, citado por Flores Guerrero, 2016). ¿Cómo se logra esta fusión entre una actividad como la lectura, plagada de dificultades, y el sentimiento de placer? El hallazgo de la OCDE se contrapone con la idea tradicional, o mejor dicho con el cliché, de que los libros son esencialmente fatigosos y de que la lectura es una tarea penosa, tanto así que los educadores y los gestores culturales tienen que recurrir a toda clase de estratagemas para interesar a los jóvenes en la lectura. En oposición al cliché, parece que hay bastantes personas jóvenes (las suficientes para constituir un hallazgo estadísticamente significativo) que abrevan alguna forma de felicidad en lo que leen. Y este placer les permite nutrirse de la lectura y alcanzar un mejor entendimiento de la palabra escrita, el suficiente para superar a sus pares de la misma edad. ¿No es esto lo que estábamos buscando al referirnos al caso de aquella joven psicóloga agobiada por el hecho de que sus pacientes no saben poner en palabras lo que sienten? ¿No ganarían mucho esos pacientes, no avanzarían un buen trecho en su proceso de curación, si frecuentaran la palabra escrita y se nutrieran de su estímulo?

Pero cuidado con afirmar que los libros y la lectura son tan placenteros como la vida; de hecho no lo son: la vida depara sorpresas que los libros no podrán sustituir jamás. Una estrategia de promoción de la lectura que trate de invitar a los jóvenes a sustituir sus experiencias vitales por experiencias librescas estaría condenada al fracaso. Más bien hay que asumir que la lectura y los libros ayudan a entender la vida, a disfrutarla más. Le facilitan a uno la búsqueda de sentido. Leer por placer es un paso en la dirección correcta para conocerse uno mismo y encarar el mundo.

Por eso un pedagogo como Freire habría de enfatizar el papel que la lectura juega en la liberación de la persona. Para Freire, leer no consistía en un mero descifrar los códigos escritos, sino en una lectura y apropiación de la realidad, una realidad con la cual es posible dialogar (Fernández Fernández, 2007). En Freire, la lectura es un instrumento de liberación, y no solamente individual: es también una vía de acceso al mejoramiento social, a las condiciones de vida. Quizás no es casual que los países mejor evaluados en la competencia lectora de la prueba PISA suelan ser países que han alcanzado un cierto nivel de prosperidad, países en los cuales los individuos han resuelto las urgencias más básicas. El fracaso escolar, explican Hernández Monroy y González Díaz (2009), guarda una correlación con deficiencias económicas y carencias culturales. No es una simple deficiencia cognitiva. No es algo de lo que pueda culparse exclusivamente a los sujetos que lo experimentan. El fracaso escolar, y con ello el fracaso en la adquisición y el desarrollo de la competencia lectora, es un fenómeno social, imputable a factores sociales claramente señalados.

Aprender a leer en el espacio universitario, realmente aprender a leer, a conectarse con la palabra escrita y convertirla en una extensión de la propia vida y en un instrumento de diálogo con los demás y con uno mismo, habría de ser una condición muy valiosa, quizás indispensable, para cobrar conciencia de la propia realidad social y contribuir a transformarla. Y hoy que la verdad y la dignidad humana parecen eclipsarse por el endiosamiento del prejuicio y de la manipulación, ¿no será un acto de elemental decencia cultivar, en uno mismo y en los demás, habilidades superiores de lectura, aquellas que permitan establecer un diálogo franco y liberador con el mundo?

Conclusión

La OCDE, Freire y los hallazgos de pedagogos y científicos, distantes entre sí por la geografía y la ideología, apuntan en la misma dirección: la lectura posee la cualidad de estimular a los individuos y a las comunidades. Obra a favor de la salud emocional y de la salud de las sociedades y sus instituciones. Es un instrumento cuyos beneficios deben procurarse.

Las palabras, esos instrumentos con los cuales se construye el acto de leer, son las mismas con las que personas de cualquier latitud se unen y desunen, comercian y conversan, pronuncian sus señas de identidad y se muestran ante el mundo. Las universidades, y con ellas los universitarios, tienen hoy la oportunidad de contribuir al gran entendimiento de las gentes y las cosas. Es una oportunidad de la que gozan desde el privilegio de saber cultivar la palabra escrita. Se trata de una función que no le es ajena a la institución universitaria, cuyo propósito desde hace decenios es contribuir a armonizar las aspiraciones individuales y colectivas.

La pregunta que ha guiado las reflexiones de este ensayo debe resolverse afirmativamente. Los universitarios necesitan aprender a leer. La sociedad necesita que aprendan. Y ellos mismos necesitan aprender a vivir, en plenitud consigo mismos y en un compromiso moral con la realidad social que los acoge.

Referencias

  • American Psychological Association. (2010). Manual de publicaciones de la APA. México: El Manual Moderno.
  • Benavides Martínez, B., Chávez González, G., Infante Bonfiglio, J. M., & Moreno García, D. (2009). Contexto social de la profesión: Enfoque educativo por competencias. México: Universidad Autónoma de Nuevo León.
  • Fernández Fernández, J. A. (2007). Paulo Freire y la educación liberadora. En J. Trilla Bernet (Ed.) El legado pedagógico del siglo XX para la escuela del siglo XXI, pp. 313-342. España: Grao.
  • Flores Guerrero, D. (2016). La importancia e impacto de la lectura, redacción y pensamiento crítico en la educación superior. Zona Próxima Revista del Instituto de Estudios en Educación Universidad del Norte, (24), 128-135. https://doi.org/10.14482/zp.24.8727
  • Hernández Monroy, R., & González Díaz, M. E. (2009). Prácticas de la lectura en el ámbito universitario. México: Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Azcapotzalco.
  • Solé, I. (2012). Competencia lectora y aprendizaje. Revista Iberoamericana de Educación, 59, 43-61. https://doi.org/10.35362/rie590456
04 April 2021
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