La Utopía De Gorz: Cambios En La Estructura Industrial
A principios de la década de 1970, después de analizar los cambios en la estructura industrial y en la composición del mercado laboral en EE.UU. durante la década precedente, Daniel Bell pronosticó el advenimiento de la sociedad posindustrial en los países con economías avanzadas. Partiendo de la tripartición clásica de la economía en los sectores primario, secundario y terciario, observó una importancia creciente del sector terciario o sector servicios en el PIB y en el mercado de trabajo que indicaba un paulatino tránsito desde la sociedad industrial, caracterizada por el trabajo manual, hacia una sociedad posindustrial dominada por el trabajo intelectual de corte profesional y técnico. Este cambio venía determinado por tres factores principales: el rápido aumento del sector servicios y el declive paulatino de la industria tradicional, la centralidad del conocimiento técnico y científico en el proceso productivo y el surgimiento de una nueva clase técnica de trabajadores.
La prognosis de Bell da inicio a cuatro décadas de narrativas posindustriales y no pasa desapercibida para André Gorz, quien la aplica al análisis de las clases sociales para decretar la crisis del movimiento obrero y del marxismo. La causa de esta crisis es que «el desarrollo del capitalismo ha producido una clase obrera que, en su mayoría, es incapaz de hacerse con el dominio de los medios de producción y cuyos intereses directamente conscientes no concuerdan con una racionalidad socialista»; al contrario, sus intereses y capacidades son funcionales a la racionalidad capitalista.
Gorz no observa ya una clase capaz de hacerse cargo del proyecto socialista. El trabajo no comporta empoderamiento; en el marco de las relaciones de producción capitalista, la soberanía obrera queda reducida al poder sindical y el desarrollo de las fuerzas productivas tampoco ha favorecido que el trabajo se convierta en actividad personal realizadora ni que su organización sea vivida como el resultado de la cooperación voluntaria entre individuos. Es el fracaso de la utopía marxista de la coincidencia del trabajo y la actividad personal: no podemos traducir la división funcional del trabajo en colaboración social voluntaria. Ello conlleva la pérdida del anhelo de liberación en el trabajo y, por el contrario, la proliferación del deseo de liberación del trabajo. He aquí el momento clave para el anunciado fin del proletariado: «con la posibilidad de identificarse en el trabajo desaparece el sentimiento de pertenencia a una clase». Rechazar el trabajo supone rechazar la estrategia tradicional del movimiento obrero.
A esto hay que añadir las consecuencias del cambio tecnológico en el empleo. Según Gorz, el desarrollo tecnológico va en el sentido de una cierta marginación del trabajo, ya que producimos más y mejor con un menor empleo de mano de obra. La sociedad del trabajo, aquella que tiene al trabajo como eje de integración social, está en crisis, y no porque no haya cosas que hacer sino porque la cantidad de trabajo humano necesaria para la reproducción social decrece rápidamente. Dicha metamorfosis nos conduce hacia una dualización de la sociedad amparada en una nueva ideología del trabajo que consiste en la apropiación de los valores de la utopía del trabajo por parte del capital: el control de los medios de producción, el desarrollo de las capacidades individuales en el lugar de trabajo, la valoración del oficio y la ética profesional. El discurso meritocrático y la imagen de la empresa como lugar de realización personal son dispositivos ideológicos con los que el capital rompe la solidaridad de clase y se gana la colaboración de la élite obrera, con empleos bien remunerados, estables y reconocidos socialmente, frente a una gran masa de trabajadores condenados a la precariedad y al paro, el ya clásico ejército de reserva.
Esta situación exige, según Gorz, un cambio de paradigma que pasa por liberar al proletario del proletariado para construir una no-clase de proletarios posindustriales compuesta por la multitud de trabajadores precarios, subempleados y parados, los expulsados de la esfera de la producción que ya no pueden considerar el trabajo como su actividad principal: «el producto de la descomposición de la antigua sociedad basada en el trabajo». Para alumbrar esta nueva no-clase, la clase obrera ha de negarse a sí misma, rechazar la matriz de relaciones de producción capitalistas y transformar la estructura productiva conforme a exigencias autónomas. La posibilidad de negarse está ya implícita en la idea del proletariado de Marx, pero hace falta una revolución cultural que indique el sentido de tal negación, esto es, una transmutación de los valores dominantes en la sociedad capitalista. Hay que liberar al trabajo de la ideología productivista y romper con la utopía imposible de un trabajo apasionante a tiempo completo para todos sustituyéndola por una nueva utopía de la sociedad del tiempo liberado.
La pelea por esta nueva utopía exige recuperar las viejas herramientas del movimiento obrero –la unión solidaria y el rechazo de la competición– e ir más allá de las reivindicaciones salariales, funcionales a la racionalidad económica, para oponer reclamaciones relacionadas con la intensidad, la duración y la organización del trabajo, que sí tienen potencial subversivo. Ello depende de la búsqueda de una racionalidad diferente que se sustraiga del dominio de la racionalidad económica imperante, puesto que «el problema central de la sociedad capitalista, y el envite central de sus conflictos políticos, ha sido, desde el inicio, el de los límites en cuyo interior debe ser aplicable la racionalidad económica». Esto implica buscar fórmulas de redistribución del trabajo que reduzcan su duración, combatir el paneconomismo que subordina toda actividad, especialmente el trabajo, a la racionalidad técnico-económica y promover valores ajenos al rendimiento, la competición y la disciplina, como la reciprocidad, la ternura y la gratitud, ligados a actividades tradicionalmente consideradas secundarias, como los cuidados y la creación, y subordinadas al trabajo productivo.
La utopía de Gorz busca instaurar una nueva economía del tiempo, una nueva relación entre el tiempo de trabajo y el tiempo disponible en la que el trabajo sea una actividad más entre otras dentro de un proyecto de vida caracterizado por la pluriactividad. Por lo tanto, no se trata de monetizar el creciente tiempo libre disponible, transformando actividades hasta ahora gratuitas y autónomas en nuevos empleos, sino de reducir el tiempo de trabajo para ganar tiempo de vida. En definitiva, se trata de recuperar la soberanía individual priorizando el entramado de actividades que constituyen el tejido de la vida en detrimento de esa actividad privilegiada por la ideología productivista llamada trabajo.