La Responsabilidad Y La Culpa En La Sociedad Y La Política

Introducción

Lo que da principio a la sociedad, pienso yo, que es la imposibilidad en que está cada cual de nosotros de abastecerse a sí mismo, por la necesidad que tenemos de muchísimas cosas. ¿O acaso creéis vos que es otra la causa de su origen? […] Así, la necesidad de una cosa habiendo obligado al hombre a juntarse a otro hombre, y una otra necesidad a un otro hombre más, la multiplicidad de necesidades ha reunido en una misma habitación a muchos hombres con la idea de ayudarse unos a otros; y así se forma un Estado. —Sócrates, en “La República” de Platón. Coloquio Segundo. 380 a.C.

Más de dos mil años luego de la aceptación, el posterior cuestionamiento y la concluyente refutación parcial o total del pensamiento de los filósofos socráticos, muchos postulados elementales, en su raíz primigenia y esencialmente simple, sí continúan en nuestros días bajo un análisis igual de válido. Y el argumento para refutar o coincidir con Sócrates y Platón no pasa por un tema de verificación empírica de métodos científicos. La misma cuestión que planteaban se repite hoy en día: si somos todos hermanos, y naturalmente colaboramos entre nosotros para lograr objetivos, ¿cuál es el tipo de organización gubernamental que mejor nos corresponde? ¿quién nos debe representar? Y, preguntas mucho más osadas, como ¿cómo evaluaremos a quienes nos gobernarán? ¿qué nos garantiza su eficiencia? ¿debemos vigilarlos constantemente? ¿debemos adoptar un sistema de castas o de providencia divina? ¿o es la meritocracia la filosofía contemporánea mejor ajustada para las democracias liberales del siglo XXI? Estas preguntas intentaré responder en el siguiente ensayo.

¿El pueblo sabe lo que quiere?

Oímos esta frase todo el tiempo: “la gente no sabe qué es lo que le conviene”. El pueblo, como masa, es un ente estúpido, ignorante, cuya mentalidad tanto individual como colectiva fue avasallada por décadas y siglos por populismos, por la derecha, por la izquierda, por la dictadura, etc. Los que se llamaron y fueron llamados “élite gobernante” desde el inicio de los tiempos se han amparado en el derecho divino. Desde los griegos, justificados por Sócrates quien creía que “la divinidad, cuando os moldeó, puso oro en la mezcla con la que se generaron aquellos capacitados para gobernar, siendo de tal forma del más alto valor; plata en los auxiliares; hierro y bronce en los campesinos y demás artesanos”, pasando por los faraones egipcios o los Sapa Inca, hasta los mismos monarcas contemporáneos que gobiernan “dei gratia”. Hoy en día nos parece ridículo considerar a alguien apto para gobernar solo porque tiene el visto bueno de una divinidad, pero la realidad es que hasta hace muy poco ése era el estándar y la condición para ser un líder legítimo.

Esta fue la excusa en la que se ampararon líderes tanto déspotas como benévolos para justificar sus acciones y su habilidad para gobernar durante siglos y milenios. Después de todo, ¿qué sabe el pueblo? Las artimañas de manipulación, control y falta de educación podemos dejarlas de lado por ahora. Donde quiero dirigir mi atención es hacia el hecho que el gobierno, en su máxima expresión republicana, democrática y liberal, sigue manteniendo resabios de esta herencia clerical y monárquica. Nos llenamos los oídos todos los días escuchando discursos de presidentes, senadores, diputados, primeros ministros y mil figuras políticas nacionales e internacionales argumentando siempre desde la misma falacia ad verecundiam: “el que ganó las elecciones fui yo y por eso yo expreso lo que el pueblo quiere y esto me avala a hacer lo que yo quiera”, a veces devenida en “si no les gusta, armen un partido y ganen las elecciones”.

Considerar a un pueblo ignorante —lo sea o no— es en sí misma una espada de doble filo. El aval residente en el voto se vuelve entonces un aval basado en la ignorancia dicha. Pierde toda validez. Pero el sujeto político la utiliza desentendiéndose del voto y su significado per se. Lo toma como una expresión simbólica de la democracia, amparándose en la “ignorancia popular” para considerarse un Mesías, un salvador sabelotodo que tiene las fórmulas mágicas para resolver todos los problemas.

Aquí es donde entra también en juego el rol de los medios. Si la gente se deja manipular por ellos y vota según lo que dicen los medios, están manipulados y por ende el pueblo es ignorante; si sucede todo lo contrario, el pueblo no entiende cómo se mueve la política y los procesos de lobby y de internas que desconoce totalmente. Como vemos, siempre se repite el patrón del “votante ignorante”. Y los medios claramente se apoyan de esto para las especulaciones políticas. Como votantes, se nos estigmatiza y, como si fuera poco, después tenemos que terminar votando “al mal menor”. Los medios de comunicación (no importa su hegemonía o protagonismo, los medios independientes y de bajos recursos también repiten el mismo discurso) transmiten una y otra vez la reincidencia de problemáticas de las cuales se debe encargar puramente nuestros representantes en el poder: corrupción, seguridad, inflación, etc. Pero, ¿qué pasa cuando aquellos en el poder no pueden solucionar estos problemas? ¿Quién tiene la responsabilidad de su falta de idoneidad o responsabilidad? ¿Ellos, o los votantes?

Signo de nuestros tiempos

¿De qué tenemos la culpa? ¿Por qué la tenemos nosotros, como votantes? Y si el gobierno tampoco tiene la culpa, ¿entonces qué? Nos queda solo el sistema para sentar en el banquillo de acusados. Pero la realidad es que el sistema puede modificarse y ajustarse según las necesidades de los tiempos modernos y las obligaciones. La misma incapacidad de actualizar los sistemas políticos a fórmulas eficientes es en sí misma parte de la cuestión. En coincidencia con este hecho, no es sorprendente que la incapacidad de corregir los errores del pasado haya hecho que éstos se repitieran en ciclos sin fin. Las democracias más participativas, actualizadas e inclusivas del mundo han logrado avances en este sentido —por mencionar Finlandia, los Países Bajos o Canadá como ejemplos— pero no por ser países desarrollados están exentos de caer en la misma diatriba. Su herramienta más fuerte, sin embargo, está en la resiliencia que poseen para evitar caer en las mismas problemáticas mencionadas.

En los países en vías de desarrollo, sin embargo, este fenómeno es mucho más evidenciable y no por elementos menos simples que los problemas estructurales provocados por décadas de sistemas políticos corruptos, sociedades pasivas y economías poco competitivas. Existe una idea subyacente en el miedo al capitalismo y al neoliberalismo que ha provocado que sus beneficios probados empíricamente en el resto del mundo no hayan logrado tampoco sus mejoras en estos países. La meritocracia, probablemente la única herramienta que realmente sea capaz de otorgar responsabilidad y competitividad a los ciudadanos en su participación en la democracia y la construcción de su gobierno y sus políticas, es vista como un modelo social injusto. ¿Pero no es injusto también que millones de personas se vean afectadas por la llegada al poder de políticos no calificados, amparados en un voto carente de responsabilidad y que luego utilizarán como aval de sus políticas deficientes?

Si la meritocracia entonces no nos ofrece una solución aceptada de manera democrática para solucionar estas problemáticas, ¿cuál es la herramienta que debemos usar para garantizar la competitividad e idoneidad de nuestros representantes? ¿cómo podemos evitar la corrupción y la mala calidad de nuestros gobiernos?

En una era de digitalización proliferante en todo el continente, desde el poblado más pequeño hasta las megalópolis más urbanizadas, parece que la solución radica en este lugar. Diversas soluciones se han presentado para democratizar de manera digital el acceso a la participación del gobierno a los ciudadanos. Sin embargo, casi todos han sido fallidos por la simple razón de que la gran mayoría de la población se encuentra escéptica al respecto.

En contraste con Estonia, una nación que ha digitalizado absolutamente todo su gobierno y su estructura social de manera obsesiva, las alternativas en nuestra región no han logrado ofrecer el mismo tipo de confianza respecto a seguridad, privacidad, transparencia y eficiencia. Las evidencias tampoco nos permiten ser optimistas, viviendo en un país donde la implementación del voto electrónico se quiere realizar en base a sistemas vulnerables o la votación para la implementación de políticas públicas de bajo impacto en redes sociales son objeto de burla o de deslegitimización popular. Pero, siendo redundantes, ¿por qué otros países pueden y nosotros no? ¿no podemos ser entonces artífices de nuestro gobierno?

Tenemos todas las herramientas y capacidad para serlo. Más allá de las problemáticas tecnológicas, que son de fácil solución, y de las diferencias culturales o ideológicas, vivimos en una era donde estamos más conectados que nunca y la información no puede más ser obstruida por razones físicas o tecnológicas. Ya Sócrates decía más de dos mil años atrás que la imposibilidad de un hombre de hacer algo era lo que lo obligaba a vivir en sociedad y cooperar con otros. No tenemos ningún obstáculo más que aquellos que nosotros mismos creamos voluntaria o involuntariamente. La verdadera pregunta ante este debate es, ¿estamos preparados para afrontar el desafío?

11 Jun 2021
close
Tu email

Haciendo clic en “Enviar”, estás de acuerdo con nuestros Términos de Servicio y  Estatutos de Privacidad. Te enviaremos ocasionalmente emails relacionados con tu cuenta.

close thanks-icon
¡Gracias!

Su muestra de ensayo ha sido enviada.

Ordenar ahora

Utilizamos cookies para brindarte la mejor experiencia posible. Al continuar, asumiremos que estás de acuerdo con nuestra política de cookies.